Desde hace bastantes años, algunos periodistas venimos denunciando un hecho que raramente aparece en los grandes medios o en los foros de debate más famosos. Me refiero a la mediocridad de la clase dirigente, tanto en España como en la mayoría de los países desarrollados de Occidente, con raras excepciones. La razón por la que la mayoría de comentaristas, analistas, pensadores o incluso filósofos se abstienen de hablar de este asunto es el miedo a ser señalados como «antisistema» o directamente como antidemócratas.
La generación gobernante de la Europa actual se ha criado en el seno de los partidos sistémicos y ha bebido de las fuentes del marxismo y del liberalismo para proyectar sus carreras dentro de la política. Hay realmente pocos dirigentes que tengan una orientación marcadamente cristiana y, en concreto en España, se puede decir que esa presencia es testimonial. Nuestros políticos, salvo contadísimas excepciones, son pueriles en lo intelectual y básicamente agnósticos o ateos en cuanto a su cosmovisión.
Las consecuencias de esta realidad son verdaderamente sobrecogedoras, a poco que uno analice este fenómeno con detenimiento. Sobre todo cuando se confronta la realidad con una noticia como la que conocíamos la pasada semana en relación con la pandemia del coronavirus. Un «panel de expertos» independientes consultado por la OMS ha asegurado en un informe que la pandemia se pudo haber evitado y que probablemente estemos abocados a repetir errores similares en el futuro.
La presidenta de este panel de expertos, Ellen Johnson Sirleaf, resume con esta frase terrible cómo son los dirigentes mundiales del tiempo en que nos ha tocado vivir: “Las estanterías de los archivos de Naciones Unidas y de las capitales de los países están llenas de informes y revisiones de crisis de salud anteriores. Si se hubieran atendido sus advertencias, habríamos evitado la catástrofe en la que nos encontramos hoy». Relean esa frase al menos dos veces. No, no podemos leer esa frase sin estremecernos, sin rezar una oración, sin que nos preguntemos qué estamos haciendo todos mal para que esto suceda.
¿Por qué el futuro de mi familia tiene que depender, por ejemplo, de Adriana Lastra?, ¿o de Alberto Rodríguez, o de Rafael Simancas, o de Inés Arrimadas…? Pongan el nombre que prefieran
Miren, en el momento de redactarse este artículo, se han producido más de 160 millones de casos de coronavirus en todo el mundo desde el comienzo de la pandemia. Y el número de muertos, a nivel mundial, supera los 3.330.000. Sólo en España (aunque nuestro gobierno ha intentado ocultar en todo momento la cifra real) probablemente hayamos perdido a más de 120.000 compatriotas por el maldito virus. Por supuesto, estamos hablando solamente del aspecto estrictamente sanitario, porque con toda certeza ha habido y sigue habiendo personas que pierden la salud y la vida como consecuencia de las derivaciones económicas y emocionales de la crisis.
Es escalofriante, es inaceptable, es inmoral que la Humanidad asista a esta verdadera escabechina, a esta película de terror hecha realidad, cuando estos expertos afirman rotundamente que se podía haber evitado perfectamente. Que había información suficiente, que esa información llegó a los despachos donde debía llegar, que los responsables sanitarios y políticos de los países más avanzados del planeta tenían conocimiento de esas advertencias. Y que no se hizo nada, no se movió ni un solo dedo para tratar de evitar que se produjese este desastre global. ¿En qué manos estamos? Esa es la pregunta que nos hacemos muchos desde hace años: ¿En qué manos estamos?
Permítanme la pequeña digresión: ¿Por qué el futuro de mi familia tiene que depender, por ejemplo, de Adriana Lastra?, ¿o de Alberto Rodríguez, o de Rafael Simancas, o de Inés Arrimadas…? Pongan el nombre que prefieran. Seguro que entienden el sentido de la pregunta. La mayoría de los diputados que vemos en el Congreso, en la Carrera de San Jerónimo, no están capacitados para llevar el timón de España, objetivamente no lo están. Hay escasísimas excepciones a esta regla. Y algo muy parecido podemos decir de la mayoría de países europeos.
Algunos, escandalizados, me dirán: «Oiga, oiga, espere… es la democracia. Son las reglas que nos hemos dado». Genial. Una respuesta (por lo general, airada) impecablemente sistémica e impecablemente «demócrata». Pero la validez del sistema representativo no está en absoluto reñida con la legítima aspiración que podemos tener de que nos gobiernen los mejores. Gente preparada de verdad. No lacayos de los presidentes de los partidos, no niñitos amamantados por la inagotable ubre partitocrática. No. Los mejores en los puestos de mayor responsabilidad para gestionar el Bien Común.
Hay que tener una dimensión espiritual, una grandeza de alma y un carácter político muy especial para hacer lo correcto aunque sepas que ello no te va a reportar un reconocimiento inmediato
¿Por qué la información sensible de los expertos mundiales sobre la amenaza latente de una pandemia global durmió el sueño de los justos en los cajones de los despachos oficiales, sin que nadie hiciese nada? La respuesta es muy dura, es terrible, pero me temo que difícil de desmentir: prevenir sale caro y no produce réditos a corto plazo. Poner los medios, comprar material, formar a los profesionales en materias nuevas, implementar políticas de prevención, hacer hospitales allí donde hacen falta…, cuesta dinero, y si después no ocurre ninguna desgracia, los partidos rivales, la prensa y los ciudadanos te acusarán de haber «despilfarrado» en medidas inútiles, por hacer caso a «agoreros». Esto es así, y todos lo sabemos.
Hay que tener una dimensión espiritual, una grandeza de alma y un carácter político muy especial para hacer lo correcto aunque sepas que ello no te va a reportar un reconocimiento inmediato, sino más bien al revés. Ese tipo de personas son las que el mundo actual necesita (en realidad, siempre las ha necesitado) para poder afrontar los grandes desafíos y evitar o sobreponerse con solvencia a las grandes catástrofes. Pero ese tipo de personas no brotan del suelo como los champiñones, ni como los espárragos.
A esas personas hay que formarlas, incluso aunque vengan tocadas por Dios con el don de la virtud y de la excelencia. Y esas personas (siento seguir siendo pesimista) son incompatibles con la dinámica de los partidos políticos, al menos en Occidente.
Ciento sesenta millones de enfermos y más de tres millones de muertos. Con sus familias y sus amigos destrozados. Con sus negocios y sus carreras aparcadas para siempre. Con sus ilusiones truncadas. Con el brillo de sus ojos apagado. Con sus corazones fríos por el azote de la fatalidad. Pero esa fatalidad se pudo haber evitado. Sólo había que abrir los cajones y mirar las estanterías, y hacer lo correcto aunque no diese frutos de manera inmediata. Aunque no generase aplausos.
No podemos conformarnos con acudir a las urnas y votar cuando ‘tocan la campanita’ de las elecciones. Nuestras vidas no pueden depender de la mediocridad que hemos aceptado tácitamente como mal menor de la democracia.
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