“Vivía en Babilonia un hombre llamado Joaquín”.
Así comienza el profeta Daniel el capítulo decimotercero de su Libro, donde nos relata el juicio, injusto, insidioso y manipulado de Susana, esposa de aquél, mujer “muy bella y temerosa de Dios”.
Tenía este señor un jardín por el que solían pasear los judíos y donde en ocasiones, Susana, ordenando cerrar sus puertas, disfrutaba a solas del estanque, ungida en aceites y perfumes.
Ocurrió entonces que dos ancianos, nombrados jueces para ese año, prendados de su hermosura y “apasionados por ella”, decidieron asaltarla una vez que sus doncellas, como era costumbre, se retirasen. Así, en la soledad de aquel vergel, la sorprendieron, conminándola a mantener relaciones con ellos, bajo la amenaza de que, en caso de rehusar, la denunciarían, acusándola de haberla descubierto con un hombre que no era su marido. Negándose a la vil propuesta, Susana fue llevada al tribunal y condenada a muerte por adúltera.
Pero el Señor escuchó su voz, y envió a un joven Daniel quien, interrogando por separado a los ancianos jueces que la acusaban, desveló el falso testimonio de sus denunciantes, siendo que “aquel día se salvó sangre inocente”.
Parecía que el Estado de Derecho había relegado aquellas prácticas abusivas al rincón de la Historia y que la consagración de los Derechos del Hombre a través de los textos constitucionales había encumbrado unos principios universales, conquistados una vez para siempre, entre los que caben destacar la presunción de inocencia, el derecho a un juicio justo o a la defensa eficaz.
Para ello, se hacía imprescindible que aquel que acusa a otro de la comisión de un presunto delito lo demuestre de forma tal, que conduzca al juzgador, al menos, a la duda razonable suficiente para quebrar la inocencia que a todos se nos supone. Hasta hoy.
Hace pocos días, la prensa local sevillana se hacía eco de una sentencia de esa Audiencia Provincial, en la que se condenaba a un sanitario por abusos sexuales a una compañera de trabajo. Pero la noticia, siempre tendenciosa en cuanto a este tipo de hechos se refiere, obviaba datos sumamente relevantes, que cualquier profesional de la información que se precie, había recabado.
Omitía que la sentencia no fue dictada en un juicio, sino en virtud de la conformidad alcanzada entre el acusado con la Fiscalía y con la propia denunciante, con el único objetivo de no encontrarse ante tres magistradas que, en aplicación de la ley, valorarían el mero relato de la pretendida víctima como prueba de cargo, imposible de contradecir.
Sus compañeros, que los habían visto entrar y salir de la habitación en la que ella apuntaba habían ocurrido los hechos y donde apenas permanecieron unos minutos, no percibieron nada extraño en el comportamiento de ninguno de ellos. Ni antes ni después del supuesto suceso, ni denunciante ni denunciado se comportaron de forma distinta a como lo hacían habitualmente.
Ella, sanitaria, no mostraba el más mínimo rastro de una hipotética violencia, pudiendo haber solicitado asistencia facultativa en el mismo instante, ni desempeñó de forma anómala sus labores corrientes.
Pero el acusado tuvo que conformarse. Eso sí, pasando por caja, y abonando los diez mil euros que la señora entendía suficientes para dejar de acusarlo como autor de un delito de agresión sexual por el que solicitaba la friolera de ocho años de prisión, y satisfacer sus intereses dejando la cosa en un delito de abuso con nueve meses de multa.
Nada de esto parecía importar al periodista que redactó el panfleto. Hacía suya la máxima que antepone el anzuelo del titular al rigor de los hechos.
Como Susana fue acusada de unos hechos falsos, por unos ancianos que sabían que su testimonio era lo único necesario para su condena, este sanitario, como cientos de hombres en España al día, fue acusado de unos hechos falsos que sólo precisaban de la palabra de una mujer para que cayesen a plomo sobre él.
Susana precisó de intervención divina, a través de la boca del profeta Daniel, para ver restituida su libertad, su nombre y su fama. Pero los hombres españoles de hoy no corren la misma suerte.
Las Susanas actuales no son ya mujeres que se bañan inocentes en un estanque; son varones que trabajan y caminan entre nosotros. Es un sanitario que actúa desde la mejor de las intenciones, o el obrero que llega a su casa tras un día de faena; es el parado, por aquella maldición de que a perro flaco, todo son pulgas; es el estudiante, y lo puede ser incluso el ministro. Puede ser su hijo, su hermano o su mejor amigo.
El arquetipo de la víctima injustamente acusada no es hoy la mujer indefensa, sino el hombre al que dejan sin defensa.
Este es el fruto podrido de las leyes de los gobiernos de Zapatero, que el PP no sólo mantuvo, sino que defiende como propias con más convicción que cualquier otro de sus postulados originarios. Las mismas que la Prensa, sometida con inusitado servilismo al poder político, corean insistentemente para doblegar las voluntades subversivas.
No es España la Babilonia del Libro de Daniel, sino «la Gran Babilonia, la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra» que describe el Apocalipsis.
Vivía en España un hombre llamado Manuel. O Jesús. O Juan.
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