Helmut Schmidt / Archivo

Ni siquiera el azar puede escapar de un destino humano demasiado fuerte. Cualquier momento para morir hubiese tenido un significado superior, tratándose de Helmut Schmidt. El canciller alemán ayudó a construir el orden social y político que ha modelado las democracias europeas durante los últimos cuarenta años.

Ha fallecido este 10 de noviembre a los 96 años, justo cuando la Europa que él delineó hace crisis. Su adiós establece alusiones inevitables con el paisaje de economías en quiebra, oleadas de inmigrantes, decadencia demográfica, inseguridad frente al terrorismo islamista, irrelevancia en un mundo con otros polos y otros protagonistas, malestar en las sociedades, o un renacido presagio de ruptura con el Reino Unido.

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La visión de una Europa equilibrista entre los bloques de la Guerra Fría, esa mezcla de realpolitik genuinamente Bismarck y deseo de redención por la shoah que caracterizó la política europeísta de Schmidt, parece hoy una antigualla impotente ante nuevos y formidables desafíos en el mundo.

Y, no obstante, en su idea esencial, la visión de Helmut Schmidt sigue siendo el enfoque de integración europea y de europeísmo militante, más o menos fantasioso, que se despacha desde las instituciones burocráticas de Bruselas y se abraza por los partidos políticos del mainstream de corrección política, que, en el caso de España, son las dos grandes fuerzas de gobierno, PSOE y PP.

Aún hoy, las instituciones europeas siguen funcionando a una distancia sideral de los ciudadanos, desde la moneda única cuyas bases pusieron Schmidt y Giscard d’Estaing

Aún hoy, Europa sigue girando alrededor del eje Berlín-París, a pesar de la pluralidad de voces y de valores introducida por los Estados del Este, democracias muy dinámicas construidas por sociedades que llevaron el yugo de las dictaduras comunistas y, precisamente por esa experiencia, están proponiendo una Europa diferente, segura de su identidad y orgullosa de los valores morales y espirituales que la han transmitido.

Aún hoy, las instituciones europeas siguen funcionando a una distancia sideral de los ciudadanos, desde la moneda única cuyas bases pusieron Schmidt y Giscard d’Estaing a finales de los 70, hasta el Parlamento, el Consejo o la Unión, pasando por la fallida Constitución de 2006.

Un modelo de integración dirigido por las élites

Se trata de un modelo de integración dirigido por las élites, uno de los elementos distintivos del legado de Schmidt. También fue una Europa hecha desde arriba la de Konrad Adenauer y el Tratado de Roma de 1957, con la diferencia de que aquello era un club de comercio, mientras que la visión de Schmidt y Giscard fue que los Estados-nación cedieran soberanía y porciones cada vez mayores de democracia en aras de la integración. La Europa de Schmidt es la de la Troika, los más de 700 diputados europeos repletos de canonjías y los altos cargos, como el presidente del Consejo o los del Colegio de Comisarios, a los que nadie ha elegido.

La Europa de Helmut Schmidt fue un campo fascinante para la contienda cultural y la comparación práctica de la socialdemocracia y el liberalismo.

Schmidt y Thatcher encarnan idearios contrapuestos; quizá, eso explique la notoria antipatía que se profesaron mutuamente

Los años de Schmidt en la Cancillería de la República Federal, de 1974 a 1981, fueron también los del ascenso de Margaret Thatcher como primera ministra de Gran Bretaña. Ambos líderes encarnan idearios contrapuestos; quizá, eso explique la notoria antipatía que se profesaron mutuamente.

Schmidt motejó despectivamente a Thatcher como “lady Disraeli”. Por su parte, la dama de hierro fue un azote permanente del gasto expansivo al que conducía la megalomanía europeísta de Schmidt, y no le pasó ni un escarceo con Moscú, algo a lo que el canciller era algo propenso.

Helmut Schmidt
Helmut Schmidt en un coloquio en 2009. (Fotografía: Hardo Müller, bajo licencia Creative Commons)

Schmidt continuó la doctrina de ostpolitik de Willy Brandt, que preconizó un acercamiento de Europa Occidental a la URSS, aunque también es cierto que fue un atlantista convencido y un fiel aliado de Estados Unidos en la guerra fría.

No dudó de qué lado debía estar Bonn durante la crisis por el despliegue de los SS20 soviéticos apuntando a Europa occidental desde los países del Pacto de Varsovia. Dio todas las facilidades y dejó listo el acuerdo con Washington a su sucesor, Helmut Kohl, para el despliegue de los Pershing norteamericanos, una decisión que casi rompe al PSD, desgastó su reputación personal en la sociedad alemana y le impidió tener una salida a lo grande de la Cancillería.

No obstante, su prestigio se ha recuperado con creces.

Recientes sondeos muestran que sigue siendo el gobernante preferido por los alemanes. Schmidt, por su parte, pareció sentirse cómodo en los últimos años de su vida en un papel oficioso de autoridad moral del Estado, al que la Prensa y las instituciones de la sociedad civil acudían a menudo para pedir opinión sobre los asuntos de la República.

Incompatible con Thatcher

Fue también el mediador clave que preparó las largas conversaciones que culminarían, mucho después de que hubiera dejado el poder, en los acuerdos de desarme de Gorbachov y Reagan, en 1987.

En esto de nadar y guardar la ropa, Schmidt fue un intérprete de la política de equilibrio de poderes de Bismarck. Se entenderá mejor, visto así, la radical incompatibilidad de caracteres con una estadista como Thatcher que solo supo hacer política desde la coherencia con los propios principios.

Hay otra alusión no menos significativa en el adiós del canciller Schmidt: el Estado social que él puso al día en Alemania y exportó a toda Europa, hoy se reconoce insostenible –si es que alguna vez fue viable–, aunque el prestigio de las ideas económicas y morales socialdemócratas siga intacto.

Para el PSOE nacido del Congreso de Suresnes, el de Felipe González y su generación, Schmidt y Olof Palme son los dos héroes legendarios

En buena medida, el consenso basado en esas ideas continúa siendo el punto de partida de las medidas económicas y sociales aplicadas por todos los partidos, de todos los colores y todas las tendencias.

Schmidt es uno de los dos o tres grandes mitos –¿sobrevalorados?– de la autoestima socialdemócrata en los países del sur de Europa.

Para el PSOE nacido del Congreso de Suresnes, el de Felipe González y su generación, Schmidt y Olof Palme son los dos héroes legendarios de esa leyenda urbana indeleble que es el éxito de la socialdemocracia.

El hecho es que no faltaron motivos para venerar al canciller. En 1990, Dier Spiegel publicó que los servicios secretos alemanes financiaron generosamente a todos los partidos políticos de la Transición española y de Portugal, entre 1974 y 1981, durante los dos mandatos de Helmut Schmidt.

En 1984, estalló el caso Flick, cuyo simple recuerdo recomienda rebajar la calificación de solvencia e integridad que a menudo se concede a los políticos alemanes. El mayor consorcio industrial de Alemania, cimentado por la familia Flick con  los contratos de suministro de armas al III Reich, había estado sobornando a políticos alemanes de todos los partidos, desde 1964 hasta 1980. La investigación del caso sacó a la luz que un millón de marcos, procedentes de esos sobornos, fueron a parar al PSOE, bajo la forma de un donativo de una fundación del SPD.

Se mire por donde se mire, el adiós de Helmut Schmidt parece un resumen del auge y el declive de su legado.

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