De la izquierda se presupone su desprecio por la propiedad privada. Por la de los demás, se entiende. Tanto como se suele pasar por alto su falta de respeto por la propiedad pública. La de todos, en teoría. Siempre y cuando no le reporte un beneficio a través de su control. La izquierda no odia la propiedad privada. La izquierda odia la propiedad. En concreto, la ajena.
Ejerce un uso personal de lo público que abarca desde el Falcon hasta la Universidad. Desde los palacios de Patrimonio Nacional hasta las decenas de agentes de la Guardia Civil que custodian el chalé de Galapagar. Desde el lenguaje hasta la calle. Una privatización de lo público practicada durante décadas, más allá de los límites del decoro y la ley, hasta ungir a una parte de la sociedad, convencida de que es dueña de aquello que es de todos, para decidir qué se puede decir y dónde se puede ir.
Una parte de la sociedad, mayoritaria en demasiados lugares de España, que a veces se topa con ciudadanos seguros de que elementos tan básicos de su vida como el lenguaje y la calle son de todos, que además ejercen esa convicción: hablan su idioma y van a la plaza que consideran oportuna. Una masa, asfixiante y ruidosa, que va descubriendo que la calle no es suya, antes de alcanzar la madurez mental. Una muchedumbre que ante la libertad sólo encuentra los argumentos que ese refugio de taras del alma conocido como comunismo les provee: palos y piedras. Al amparo de un ministro, es decir de un gobierno, que destituyó al general Pérez de los Cobos por negarse a delinquir, que cada semana libera y acerca a su casa a los más sanguinarios etarras y que ayer, como tantas veces, dejó a la Policía a merced de los radicales comunistas. Valga la redundancia.
La total ausencia de gestos de condena y la inexistente preocupación por los heridos confirman el apoyo del Ejecutivo a unos actos violentos y, sobre todo, a su coartada, según la cual hay quien puede decidir qué españoles van a según qué sitios, en función de sus ideas. Un respaldo acorde a las palabras de Pablo Iglesias, que alentó a la violencia contra unos ciudadanos reunidos pacíficamente en su barrio. Y a sus acciones: envió a su guardaespaldas para pastorear a fanáticos capaces de arriesgar presente y futuro por agredir a quien piensa diferente, sólo porque lo ordena alguien que en cuanto ha podido se ha mudado del barrio a la sierra.
A pocos días de unas elecciones madrileñas con repercusión de generales, lo ocurrido ayer en la Plaza de la Constitución de Vallecas fue un momento clave en la encrucijada donde permanece nuestra democracia. No sólo por ser una constatación evidente por violenta de que la batasunización de España también llegó a Madrid, también por tratarse de unas acciones alentadas desde el gobierno de Pedro Sánchez y por suponer una poderosa demostración de que, como entonces en el País Vasco, hoy sigue habiendo ciudadanos libres frente a los violentos.
Ir a Vallecas como al barrio de Salamanca, a Rentería como a Trujillo, a Vich como a Sanlúcar de Barrameda, no deberían ser actos de heroísmo para nadie. Que cada español pise cada rincón de España con la misma tranquilidad no es deseable. Es necesario. Para que sea, de una vez, normal.
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