España rememora estos días los momentos más oscuros de su Historia reciente. El Tribunal Supremo se ha descolgado con una sentencia descafeinada y timorata, en la que demuestra, sobre todo, su inigualable capacidad para el malabarismo jurídico, pariendo una resolución que no contenta a nadie, que no soluciona nada, y lo que es peor, que no contribuye a esclarecer los hechos que serán los que pasen a conformar la semblanza futura de la Nación.

El Supremo, lejos de apartarse de las actitudes que nos han traído al punto en el que estamos, hinca de nuevo la pala en el foso que hemos estado cavando como sociedad, para ahondar en el agujero donde llevamos demasiado tiempo hundiéndonos, como si fuese ley divina que alguien vendrá alguna vez a sacarnos, y aquí paz, y después, gloria.

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Las hordas independentistas llevan dos días incendiando las calles de Cataluña sin encontrar freno, haciendo de la violencia, la coerción, la amenaza y el insulto su mejor bandera, ante la que el resto de catalanes no tienen más remedio que doblar la cerviz y suplicar clemencia.

El pasado lunes, la ocupación del aeropuerto del Prat obligaba a modificar decenas de vuelos, afectando a cientos de pasajeros y trabajadores que, de repente, no tienen derechos susceptibles de ser protegidos. Los Mossos se cruzaban de brazos y el Ministerio del Interior no era capaz de articular una respuesta contundente acorde al órdago que le lanzaban. A Marlaska le temblaba el mentón. Al mismo ritmo que la mano, al ver las carreteras cortadas, y contemplar la ciudad de Barcelona asediada y presa del totalitarismo indepe.

La violencia de los secesionistas no tiene contemplaciones. Y lo mismo le da arrastrar a hombres que a mujeres, a jóvenes que a mayores. Todos hemos visto como una señora en la sesentena era tumbada por un miserable, que empleó toda su saña en descargar su puño lleno de odio sobre su rostro. Y allá marchaba el valiente tan campante.

Las políticas de apaciguamiento que los últimos gobiernos han aplicado con el nacionalismo sólo ha servido para una cosa: demostrar al lobo que enfrente sólo tiene a un cordero.

La Sentencia, dictada al gusto del Gobierno de Sánchez, no hace sino continuar en esa línea. Sánchez cortó la cabeza del abogado del Estado, Edmundo Bal, quien se negó a obedecer la orden de mentir sobre la violencia empleada por los golpistas el 1 de octubre para poder suavizar las posibles condenas; el Gobierno ha presionado a la Fiscalía para endulzar el salvajismo que los españoles pudimos ver; y el Supremo, con al menos cuatro jueces conservadores, ha acabado dictando una sentencia en la que hace más intentos en demostrar que no hubo rebelión, que en que hubo sedición y malversación. Ruindad y cobardía en la misma proporción.

La misma cobardía que demostró Rajoy, que permitió las consultas del 9 de noviembre de 2014, perdiendo el pulso contra Artur Mas. La misma que demostró su Gobierno, cuando se preparaba el referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017, y se parapetó tras los jueces al ser incapaz de dar una respuesta contundente. Esa cobardía de la que hizo gala su ministro del Interior, Juan Ignacio Zoido, al impedir a la Policía Nacional hacer públicas las imágenes de las agresiones a sus agentes, que superaron el millar de heridos, mientras la mentira golpista se esparcía por lo largo y ancho del mundo mediático, vendiendo un relato falso que compraron sin críticas fuera y dentro de nuestras fronteras.

Fue el mismo pavor pepero el que iba a dejar aquellos hechos sin pena alguna, y que impulsó a VOX a personarse como una acusación, más allá de la Fiscalía, y sin los que ahora veríamos a los sediciosos comerse alegremente unos calçots con salsa y una butifarra, regados con el cava de la victoria moral.

Es la cobardía y la ruindad de Partido Popular y Partido Socialista de negarse a modificar la Ley Electoral, que sobredimensiona el peso nacionalista frente a las opciones constitucionales, accediendo a que los traidores expriman la vaca del Estado y financien, con el dinero de quienes odian, sus proyectos rupturistas.

«Es la hora de la siega. De que caigan al suelo los frutos podridos de la cobardía, la mezquindad y los complejos. La España viva pide paso»

La cobardía y el complejo ancestral de la derecha, del centro, y de la poca izquierda constitucionalista que pueda quedar, de dar la batalla de las ideas, y llamar a las cosas por su nombre.

Desde que nuestra democracia comenzó a caminar, los distintos poderes del Estado y sus instituciones, de la mano del PP y del PSOE, han jugado a perder sistemáticamente frente a los desafíos que el nacionalismo le ha presentado. Las mejores veces, se han mostrado aprensivos y medrosos; las peores, cómplices, si no partícipes.

Pero el momento de seguir jugando al avestruz se ha acabado. La violencia se ha desatado, abiertamente y sin paliativos. Ya no caben componendas, ni apelaciones a aplicar la Ley de Partidos o la Ley de Seguridad Nacional. No basta, como piden en continuas rogativas Casado y Rivera, que Sánchez se comprometa a no indultar a los condenados.

El tiempo en que España pide perdón por existir, al resto del mundo, y a sí misma, ha sido suficiente. No le debemos pleitesía a Bruselas ni a la Justicia de los burócratas europeos; no tenemos que motivar frente a ningún medio de comunicación cómo y cuándo vamos a ejercer nuestro legítimo derecho a la defensa y a la protección de nuestras fronteras; la opinión de los rotativos británicos y alemanes, siempre prestos en disparar contra la España a la que no pudieron vencer, es un papel mojado de ida, que ha de ser higiénico usado a su regreso.

La cobardía institucional ha alcanzado su máxima expresión con la sentencia de un Tribunal Supremo que ha recogido los frutos maduros cultivados por PP y PSOE durante las décadas precedentes. Ahora es el momento de mirar a la cara a quienes llevan demasiado tiempo riéndose de una España silente y paciente, que tiene y quiere demostrar con orgullo que, lejos de sus ensoñaciones, contiene una España viva dispuesta a no dejarse pisotear más.

Es la hora de la siega. De que caigan al suelo los frutos podridos de la cobardía, la mezquindad y los complejos. La España viva pide paso.

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