Pablo Iglesias, Mónica García y Ángel Gabilondo, candidatos de la izquierda en Madrid.
Pablo Iglesias, Mónica García y Ángel Gabilondo, candidatos de la izquierda en Madrid.

La campaña electoral en Madrid se ha recrudecido hasta unos extremos que, previsiblemente, no alcanzarán su cénit hasta dos o tres días antes de las votaciones. Antecedentes tenemos de sobra.

Es lo que pasa siempre que la izquierda ve peligrar sus posiciones, o bien, cuando aprecia que su discurso no recibe la acogida popular que ellos entienden obligatoria. Porque el pueblo tiene que bailar a su son. Quiera, o no.

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Es entonces cuando agitan sus espantajos comunes: la crispación, la tensión y el odio. Por ese orden cuando las cosas les van mal, o todos a la vez, cuando las cosas les van fatal. Ese es el escenario en que nos encontramos.

No hace falta hacer un ejercicio histórico ni remontarnos a los albores de los movimientos obreros. Basta un vistazo por la hemeroteca. Titular de El Mundo, 9 de marzo de 2004: “Zapatero pide a Rajoy que ponga fin a los insultos y a la crispación”; El País, 8 de septiembre de 2004: “Los socialistas acusan al PP de regresar a la «crispación» política”; Europa Press, 25 de febrero de 2007: “Rubalcaba considera una «desgracia para España» la «crispación» del discurso del PP sobre el terrorismo”.

Estrategia, esta de dar la matraca de forma monocorde y machacona, que tenía su reflejo en las distintas facciones regionales del PSOE: Diario Sur, 4 enero de 2009: “Arenas ha optado por la crispación ante la falta de ideas” –Manuel Gracia, expresidente del Parlamento de Andalucía por el PSOE-; Diario Sur, 25 de noviembre de 2008: “Pizarro – ex vicesecretario general del PSOE-A- culpa a Arenas de ser el responsable del clima de crispación”.

Lo que crispa a la izquierda, realmente, es que alguien la contradiga u ose levantarle la voz. Porque ellos toleran, sí señor. Pero sólo a los silentes o a los resignados

Este era el mantra: el PP crispa. Si denunciaba las negociaciones de Zapatero con la ETA, el PP crispaba; si se oponía (quien los ha visto y quién los ve) a la equiparación de las uniones homosexuales al matrimonio, el PP crispaba; si denunciaban las aberraciones introducidas por el PSOE en la ya despreciable ley del aborto, el PP crispaba; si pedían que se investigasen hasta sus últimas consecuencias los atentados del 11-M, el PP crispaba. Es decir: si el PP hacía oposición, el PP crispaba. Crispaba sólo por el hecho de existir.

Porque lo que crispa a la izquierda, realmente, es que alguien la contradiga u ose levantarle la voz. Porque ellos toleran, sí señor. Pero sólo a los silentes o a los resignados. Los demás crispan, tensan, o incitan al odio. Así ha bloqueado durante décadas a la oposición que, en demasiadas ocasiones, se ha dejado desactivar.

Desde el vídeo electoral del dobermann en 1996, hasta la confesión de Zapatero a Gabilondo (Iñaki, en este caso) con su “nos conviene que haya tensión” que cazó aquel micrófono indiscreto tras una entrevista, la izquierda ha imputado a sus detractores el cartel de crispadores y odiadores de carrera en la misma medida en que a ellos les aprovecha.

Esta maniobra, como casi todo, ha llegado a su paroxismo con la participación de Podemos y sus ramificaciones en la política institucional, adelantando por la izquierda a un PSOE que no sabe cómo hacer seguidismo de los morados (que le apasiona) sin dejar de presentarse como centro ortodoxo (que sabe que le conviene).

Por eso, ni PSOE ni Podemos acusaron de incitar al odio a los secesionistas que apaleaban policías el 1 de octubre de 2017 en Cataluña, ni nunca han hablado de la crispación de las calles del País Vasco cuando las dianas dibujadas en los escaparates de los comercios eran la cotidianidad; por eso, para PSOE y Podemos, los ataques a los candidatos y militantes del PP y Ciudadanos en las elecciones regionales catalanas de 2017 no suponían tensionar el panorama político, ni quemar fotos del Rey o la bandera implica una hostilidad reprochable.

Por eso, el acoso a los políticos (que no fuesen de Podemos) mediante escraches, era para Pablo Iglesias “jarabe democrático”, pero no “ir contra la democracia” ni contribuir “a la normalización del fascismo”, que es como él mismo calificó el hecho de que Rocío Monasterio le recriminase en la SER que “los españoles ya no creemos nada de este Gobierno”. Tal vez por eso, ver chorrear la sangre de la ceja de la diputada de VOX Rocío de Meer tras la pedrada de un simpatizante de la izquierda radical (valga la redundancia) en Sestao (Vizcaya) les llamaba a la risa y no a la preocupación por la crispación, o la lluvia de objetos contundentes contra los asistentes a un encuentro de VOX en Vallecas era para ellos una merecida consecuencia, sin que en ese caso el marqués de Galapagar entendiese que “su obligación como demócrata” era la misma que en el mencionado debate radiofónico, esto es “abandonar un debate que no condena la violencia y las amenazas de muerte” (sic).

Tampoco le parece a los hiperventilados progres que la candidata de Más Madrid, Mónica García, incitase al odio contra los varones cuando en el debate de Telemadrid preguntase retóricamente, sin ápice de pudor: “¿Sabe quién viola, asesina y acosa sexualmente? Los hombres”.

Pero dar los datos de cuánto cuesta al Estado mantener a un inmigrante y ponerlos en relación con lo que cobra cualquiera de nuestros jubilados o pensionista, no. Por ahí no pasan. Los terroristas de la ETA tienen su excusa; y los golpistas; y los que lanzan piedras; y los que queman calles. Pero, ¿datos? No, por Dios. Por ahí, no.

Al menos, Carmen Calvo lo tenía claro en su intervención en la Cámara Baja: “Lo suyo es odio, literalmente. Lo que han hecho con esos carteles, (…), se llama inhumanidad y odio, y no debería caber en democracia”.

Han tocado a rebato, porque lo ven crudo en la Comunidad de Madrid. Hay que dramatizar. No pueden soportar asomarse a la ventana y contemplar a los madrileños intentando hacer sus vidas más allá de sus férreas restricciones, sin estar representando el Duelo a Garrotazos de Goya por cada barrio. Por eso, hay que montar el escenario.

Hay que poner sobre la mesa cartas con balas de coleccionista y navajas de Albacete; hay que escenificar arrobos demócratas en las radios y sonoros desmayos en las televisiones; es la hora de emplear palabras pomposas y rasgarse las vestiduras, levantar sus dedos y, con una mano sobre la frente, demudada la color del rostro, proferir quejidos y lamentos bíblicos, profetizando el advenimiento de la derecha, “llena de inhumanidad y odio”.

Todo es artificial y postizo; fuegos fatuos de una izquierda que ha salido a cazar el voto de mentes blandas y voluntades dúctiles; es la fábula exagerada de un relato sin fundamento; la caricatura de la sociedad absurda que desean.

Sólo de los madrileños depende regalarles una dosis de coherencia y sano realismo. Confiamos en ellos.

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