La llamada
La llamada "primera línea" utiliza la violencia como herramienta política.

La subida de las tarifas del metro de Santiago de Chile en 30 pesos (¡cuatro céntimos de euro!) fue la excusa –a partir del 18 de octubre- para el estallido de violencia de ultraizquierda que tiene contra las cuerdas al país más exitoso de Hispanoamérica. Un país que había conseguido un progreso formidable, no con el “socialismo del siglo XXI”, sino con políticas de libertad heredadas de la era Pinochet: pensiones de capitalización, participación del sector privado en la sanidad y la educación, impuestos bajos… Y he ahí la clave del asunto. El eje bolivariano, debilitado por la victoria de Bolsonaro en Brasil o la de Duque en Colombia –más la reciente caída de Evo Morales en Bolivia- necesitaba reaccionar. ¿Qué mejor reconstituyente que abatir al odiado modelo chileno, demostración histórica de la superioridad moral y funcional del libre mercado? “El neoliberalismo nació en Chile y morirá en Chile”, proclama el joven activista Víctor Chanfreau, de la estirpe de Rodrigo Lanza.

Solo desde este prisma cobra sentido la violencia irracional de las últimas semanas. Como el precio del metro había subido cuatro céntimos… quemaron más de 70 estaciones, dejando a la capital sin transporte público. Como protesta frente a la “pobreza” –en el país más próspero de Hispanoamérica- asaltaron comercios, saquearon supermercados, quemaron iglesias, destruyeron infraestructura urbana… Han sumido el futuro del país en la incertidumbre, sobre todo tras el anuncio de un proceso constituyente por el claudicante presidente Piñera, y ha comenzado la huida de inversión extranjera. Se han destruido ya miles de empleos. Lo pagarán precisamente los más pobres.

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Los vándalos australes –entre ellos, más estudiantes pijo-progres que proletarios- encuentran la simpatía apenas disimulada de la mayor parte de la prensa occidental: “estallido de descontento”, “protesta contra la miseria”… Pero Chile tiene el PIB per cápita más alto del continente: 15.921 dólares (2018). Sí, es poco más que la mitad del español (28.000$, redondeando), pero la comparación que procede es con los otros países hispanoamericanos: los 9.800 de Brasil, los 5.600 de Colombia…; y, sobre todo, con los que han aplicado el socialismo bolivariano: los 3.400 de Venezuela, los 3.500 de Bolivia, los 2.000 de Nicaragua.

Ante la evidencia del fracaso universal del socialismo, la izquierda del siglo XXI –convertida en “el espíritu que siempre niega”: los lectores de Goethe saben cuál es- ha encontrado un nuevo filón de crítica anticapitalista en la denuncia de la desigualdad. En realidad, la desigualdad va asociada al crecimiento –viceversa, solo reinó perfecta igualdad en la horda paleolítica, toda ella al borde de la inanición- y resulta moralmente inobjetable si es producto del emprendimiento legítimo y de los diversos niveles de esfuerzo, suerte y capacidad. Deberíamos preferir la abundancia desigual a la pobreza igualitaria. Y en Chile la pobreza absoluta ha pasado de un 50% a un 6% de la población en las últimas cuatro décadas.

Pero es que, además, Chile no es el país más desigual de Hispanoamérica, como explicó Axel Kaiser en este diálogo con Diego Sánchez de la Cruz: se encuentra en la zona templada y, de hecho, ha mejorado su coeficiente Gini en los últimos quince años, pasando de un 0,54 a 0,48. Un estudio del Banco Mundial (2018) clasificó a Chile como el sexto país del mundo en que más había progresado el 40% más pobre de la población en la última década. Otro del Crédit Suisse indica que la desigualdad entre el 10% más rico y el 10% más pobre es allí la misma que en Suiza, e inferior a la de Dinamarca. Chile tiene el “índice de desarrollo humano” más alto de Hispanoamérica, según el PNUD (Naciones Unidas). La esperanza media de vida (80,32 años) es la segunda más alta de la región, tras Costa Rica.

Chile heredó del régimen de Pinochet un sistema educativo muy descentralizado, en el que los municipios ejercían importantes competencias y el sector privado tiene una participación mayor que en otros países; un sistema detestado por la izquierda internacional, que de hecho fue ya reformado a fondo por Michelle Bachelet. Lástima, porque los resultados eran, de nuevo, los mejores de Hispanoamérica. En 2016, Chile tenía la tasa de escolarización en educación superior más alta del continente, equiparable a la de países como Australia, y era la nación con mejor cobertura educativa del quintil más pobre de la población. Chile es el país hispanoamericano con mejores resultados en el informe PISA sobre calidad de la educación.

No bastó la tragedia de los rusos, los polacos y húngaros, los camboyanos, los cubanos, venezolanos y nicaragüenses…: millenials adanistas piensan que esta vez saldrá bien, porque esta vez dirigirán ellos el experimento

Y Chile se había convertido en una referencia mundial con su sistema de pensiones de capitalización: los chilenos están obligados por ley a invertir al menos el 10% de sus ingresos en fondos de pensiones; los españoles pagamos un promedio del 30% a nuestro sistema público. Los chilenos son propietarios de su inversión; las contribuciones de los españoles, en cambio, se usan para sostener las pensiones de los jubilados actuales: lo único que poseemos es la promesa del Estado de que, cuando nos jubilemos, extraerá a su vez cotizaciones de los españoles entonces en activo. El problema es que, con una natalidad de 1.,25 hijos/mujer, en España no habrá suficientes cotizantes jóvenes, lo cual aboca al sistema “de reparto” a la quiebra, o al menos a una reducción drástica del monto de las pensiones (de hecho, nuestro modelo tiene ya un déficit de 65.000 millones de euros, tras haber consumido en pocos años el Fondo de Reserva). El sistema chileno, en cambio, es sostenible por definición, e independiente de las circunstancias demográficas.

¿Cómo es posible que, con todos estos logros en su haber, el “modelo chileno” se tambalee ahora por los envites de los incendiarios? Agustín Laje y Vanessa Vallejo lo han explicado muy bien: el centro-derecha chileno “está pagando muy caro no haber entendido la cultura como campo de combate y la política como algo más que un gráfico de barras”. La derecha hispanoamericana –como el PP en España, como toda la derecha establecida- pensó que la mejora de los indicadores económicos hablaría por sí misma (“lluvia fina”, lo llamaba Aznar) y que no era necesario plantarle cara a la izquierda en el terreno cultural (“la economía lo es todo”, dijo Rajoy). Los resultados están a la vista: media juventud chilena convencida de que vive en un infierno capitalista, y que la solución para la pobreza pasa, no por la libre empresa, sino por la redistribución, el ordeño de los ricos y el “gasto social”. Lo mismo que aplicó Chávez en Venezuela y propone Pablo Iglesias en España.

País tras país, generación tras generación, la humanidad se niega a aprender que el socialismo es opresión y miseria. No bastó la tragedia de los rusos, los polacos y húngaros, los camboyanos, los cubanos, venezolanos y nicaragüenses…: millenials adanistas piensan que esta vez saldrá bien, porque esta vez dirigirán ellos el experimento. Entregando la cultura a la izquierda –es significativo que uno de los epicentros de las protestas chilenas sea el Instituto Nacional, el que solía ser el mejor colegio del país, tomado desde hace años por profesores marxistas- la derecha se pone la soga al cuello y hace peligrar la sostenibilidad de los países.

Está surgiendo una nueva derecha que ha tomado conciencia de esto y da la réplica intelectual a la izquierda en todos los terrenos (también en el de los valores, la vida y la familia, la inmigración, la soberanía nacional…): es esa “ultraderecha” contra la que le alertan en las televisiones (en Chile, el Partido Republicano de José Antonio Kast; en España, Vox). La cuestión es si llegará al poder a tiempo de evitar el colapso.

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Francisco J. Contreras Peláez (Sevilla, 1964) es catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Sevilla. Autor de los libros: Derechos sociales: teoría e ideología (1994), Defensa del Estado social (1996), La filosofía de la historia de Johann G. Herder (2004), Savigny y el historicismo jurídico (2004), Tribunal de la razón: El pensamiento jurídico de Kant (2004), Kant y la guerra (2007), Nueva izquierda y cristianismo (2011, con Diego Poole), Liberalismo, catolicismo y ley natural (2013) y La filosofía del Derecho en la historia (2014). Editor de siete libros colectivos; entre ellos, The Threads of Natural Law (2013), Debate sobre el concepto de familia (2013) y ¿Democracia sin religión? (2014, con Martin Kugler). Ha recibido los premios Legaz Lacambra (1999), Diego de Covarrubias (2013) y Hazte Oír (2014). Diputado de Vox por Sevilla en la XIV Legislatura.