Uno de los rituales de la política mexicana es un informe del estado que guarda la Nación, que el Presidente debe entregar cada 1 de septiembre, al inicio de las sesiones del Congreso federal.
Por muchas décadas, ese acto se convirtió en “el día del Presidente”, por dos cosas: una, se realizaba con una parafernalia con componentes de zalamería dignos de algunas dictaduras y dos, del discurso y del Informe (cuyo resumen era expuesto en el Congreso) se hurgaban con morbo los mensajes “encriptados” que se enviaban a grupos políticos.
Con el tiempo, eso ha variado – no completamente – y ahora que ha tocado su primer turno al presidente Andrés Manuel López Obrador también se pueden desprender algunas lecturas tras sus primeros 9 meses de gobierno (asumió el 1 de diciembre del año pasado).
Quizá la más importante sea una recomposición de alianzas con algunos factores de poder y su terquedad en imponer un proyecto populista.
López Obrador no es un hombre de izquierda, fue formado en el viejo régimen priísta; personajes de esas épocas están cerca de él; el grupo del cual proviene pugnaba por el nacionalismo revolucionario (un socialismo a la mexicana); su praxis está impregnada de la escuela priista y sus héroes son los erigidos en el priato.
Una parte importante de su mensaje fue para recuperar la confianza de los inversionistas y para avisar que mantendrá su proyecto, pese a todo.
Insistió en su idea de derrumbar el anterior régimen con su plan: acabar con la corrupción y la impunidad.
A diferencia de sus discursos del 1 de diciembre y del 1 de julio (aniversario de su triunfo electoral) ahora se mostró sereno, sin alzar la voz y dio un giro radical en su relación con el sector empresarial, no solo con agradecimientos, reconocimientos sino como un medio de generar confianza en los inversionistas.
Reiteró su alianza con los gobiernos de Estado Unidos y Canadá para la firma del Tratado de Libre Comercio.
A la vez, trató de hacer un equilibrio con su proyecto ideológico-político, dentro del cual se encuadra su estrategia de seguridad nacional y con ello su reconocimiento a las Fuerzas Armadas.
En la primera parte de su mensaje, el Presidente hizo un resumen sobre sus acciones para desmontar una estructura política basada en la corrupción y la impunidad: el huachicoleo (robo de gasolina en pipas y ductos) y el huachicoleo de condonación de impuestos a grandes contribuyentes; la reducción del 50 por ciento en los gastos de publicidad, y otros más.
Y pareció lanzar una advertencia al ex presidente Enrique Peña Nieto cuando aseguró que algunos de los delitos más graves, como el huachicoleo (en sus dos versiones) se hacían con el visto bueno del Presidente.
E insistió en que en los 36 años del neoliberalismo en el país predominó “la más inmunda corrupción pública y privada”.
Sin duda el giro más importante fue el reconocimiento y agradecimiento al sector empresarial y a su secretario de Hacienda.
La participación de la iniciativa privada, dijo el Presidente, es necesaria, indispensable y es una realidad.
Agradeció la colaboración de Carlos Slim (el hombre más rico de México), así como la colaboración de Carlos Salazar y Antonio del Valle, presidentes del Consejo Coordinador Empresarial y del Consejo Mexicano de Negocios por su intermediación para solucionar un conflicto legal entre el gobierno y empresarios mexicanos y extranjeros por gasoductos por varios miles de millones de dólares.
También hizo un equilibrio al reconocer la postura “firme y propositiva” de Manuel Bartlett, director de la Comisión Federal de Electricidad, en la resolución del caso. Bartlett es de esos llamados dinosaurios (viejo priísta) en la política en México.
López Obrador también agradeció y reconoció a los empresarios y fundaciones que han participado en las subastas de bienes decomisados a criminales, y mencionó a Carlos Bremer, quien adquirió la casa de Zhenli Ye Gon (un oriental a quien se le decomisaron más de 200 millones de dólares en efectivo hace casi una década), pues con ese dinero se becó a los deportistas que ganaron medallas en los Juegos Panamericanos.
No les volvió a llamar mafia del poder, ni minoría rapaz, ni fifís. Esa moderación es una buena señal. El tiempo dirá.
Aunque conceptualmente tuvo un giro importante, “la paz es fruto de la justicia”, el Presidente López Obrador insistió en colocar su estrategia de seguridad nacional como parte de la política social.
Además de reiterar su reconocimiento a las fuerzas armadas tuvo el gesto de hacer lo mismo con los gobernadores, con quienes dijo, “no tenemos diferencias en este tema, estamos unidos”.
Para el Presidente, la entrega de recursos en forma directa al pueblo, es lo que logrará empleos permanentes, mejor redistribución de la riqueza, evitará la corrupción y atacará las causas de la violencia.
“Se acabó la guerra de exterminio contra la delincuencia organizada”, volvió a sentenciar.
Bajo esa perspectiva se entiende la defensa de sus prácticas populistas, que bajo el nombre de Bienestar empieza a crear estructuras (una secretaría, un banco, el sector salud, universidades, etcétera) y procedimientos, que al final del día le darán una base popular. Una clientela electoral, pues.
Sin embargo, hay temas que quedaron sin ser abordados, pues no ha definido sus alianzas con algunos sectores jacobinos y de izquierda.
Están por ejemplos las presiones de algunos grupos radicales de Morena (su partido) interesados en legalizar el aborto, las drogas y la eutanasia; o una reforma educativa cuyos contenidos son disputados por gremios magisteriales anclados en el marxismo; y su rompimiento con el EZLN (un grupo armado apropiado de territorios en el sureste del país).
Pero al final volvió a asomar su talante autocrático al asegurar que ve a sus adversarios “moralmente derrotados”.
El Presidente sigue en el afán de desmontar el régimen pasado; lanza advertencia a Peña Nieto; muestra esfuerzos por generar confianza entre los inversionistas con un nuevo lenguaje, pero no cede un milímetro en su proyecto cultural, ideológico y político.
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