En vista de las recientes declaraciones de la presidente de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, de las peticiones de los líderes del sur de Europa y de la narrativa imperante, es creciente la posibilidad de que el pasaporte de vacunación se convierta en una realidad en nuestras vidas, que conllevaría efectos directos ineludibles, según la jurisprudencia y la razón.
En primer lugar, haría obligatoria de hecho una vacuna que los gobernantes de Occidente no se atreven declarar necesaria. En segundo, con la excusa de recuperar el turismo, limitaría la movilidad de ciudadanos adultos, separándolos entre vacunados y no vacunados, otorgando derechos diferentes a ambos grupos. Por encima de todo, como consecuencia total y más influyente en todos los aspectos de la vida humana, Occidente se acercaría un paso más a ser un estado global similar a China, en el que los gobiernos tendrían la capacidad de controlar casi todos los aspectos de las vidas de sus habitantes.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraLa posibilidad de que se nos obligue a portar un pasaporte de vacunación supone un retorno evidente y decisivo a los viejos debates de seguridad versus libertad y colectivismo versus derechos individuales
El simple planteamiento de una medida tan drástica ofrece dos alternativas. Ambas ignoradas. Por un lado, el documento haría necesario un profundo y extenso debate moral sobre su viabilidad o, por otro, imposibilitaría cualquier tipo de discusión a la luz de la razón y la condición humana, defendida por un interminable número de normas. Esto se vuelve aún más importante si la imposición de la medida implica modificar o directamente cancelar la libre movilidad de personas y mercancías en el Espacio Único Europeo, lo que en la práctica se puede simplificar como la segregación de la ciudadanía en diferentes clases según su superación o no de unos parámetros aparentemente sanitarios. Es decir, el fin de la igualdad ante la ley en la que se asientan los propios cimientos de la Unión Europea.
La posibilidad de que se nos obligue a portar un pasaporte de vacunación supone un retorno evidente y decisivo a los viejos debates de seguridad versus libertad y colectivismo versus derechos individuales. Después de siglos de avances, se vuelve a cuestionar si la persona debe tomar sus propias decisiones. Incluso aunque fuera por algo probado como útil y beneficioso, la vulneración de las libertades individuales sería cuando menos un error ético. Más aún, si el mandato y su paso previo necesario suscitan enormes dudas, tantas que podría equivaler a un experimento.
Una lucha de paradigmas
No se trata de una discusión espontánea, con la condición humana como medida. El relato sobre el pasaporte de vacunación es un artificio que no resiste la más elemental prueba de los hechos o la ética. La consecuente vacunación forzosa es contraria a todo Derecho: el consentimiento voluntario del sujeto como requisito esencial se reconoce en una infinidad de tratados internacionales. Sin ese punto de partida, toda consideración está viciada de partida y determinada de salida. Un patrón de la dialéctica hegeliana: políticos convirtiendo problemas en poder.
En definitiva, dos paradigmas enfrentados. La verdadera batalla de la libertad frente a una plutocracia que, a través de la propaganda mediática y el control monetario, quiere gobernar la vida de aquellos que se consideran gobernados.
El resultado, un Gran Hermano en el que las libertades estarían a expensas del legislador y, por tanto, en contra de las leyes naturales que cimentan la civilización occidental
Un ataque constante, implacable a los ciudadanos libres y responsables al tiempo que ni el estado ni las farmacéuticas son responsables de ningún efecto secundario, mientras que el individuo estaría obligado a vacunarse para viajar, a menos que pudiera costearse un avión privado.
Únicamente la retórica colectivista puede sostener que tal medida no supondría una violación de las libertades individuales. La misma retórica que se ha ido imponiendo en las últimas décadas, hasta el punto de llevar a la opinión pública a desplazar sus valores de las libertades a lo colectivo.
El auge del colectivismo, la premisa de que el bien común de la mayoría es jerárquicamente superior a los derechos y libertades del individuo, es una pendiente resbaladiza que la humanidad ha descendido en demasiadas ocasiones, con exagerada frecuencia. El resultado: un Gran Hermano en el que las libertades estarían a expensas del legislador y, por tanto, en contra de las leyes naturales que cimentan la civilización occidental. Enfrentarse a ellas, como la Historia ha demostrado en repetidas ocasiones, conlleva consecuencias catastróficas.