Santo Padre, yo no soy más que un pobre cristiano de a pie que aprendió su catecismo en un colegio donde aún se predicaba la sana doctrina y que tuvo la fortuna de hallar hombres y mujeres virtuosos. Ni soy teólogo ni filósofo soy, o al menos no poseo ningún título que me acredite como tal, aunque supongo que, con Azorín, yo también podría decir aquello de “lector: yo soy un pequeño filósofo”.
Desde chico he tratado de nutrirme de las buenas lecturas que me recomendaban esos hombres de fe a los que me he referido, y han pasado por mis manos las Confesiones de San Agustín, las Moradas de Santa Teresa, además de su Vida, y muchas obras de otros grandes doctores de la Iglesia. Con estos rudimentos y el ejemplo de los buenos santos y su doctrina, supongo que he desarrollado un cierto grado de discernimiento en temas de fe.
Por eso le confieso que me ha sorprendido –y me doy cuenta de que no solo a mí, sino a muchos en mi entorno- las palabras que pronunció hace unos días en el vuelo de vuelta de su viaje a Madagascar, donde afirmó que “si nos consideramos humanidad, entonces tenemos el deber de obedecer cuando organizaciones internacionales hacen afirmaciones”, y citó expresamente a las Naciones Unidas y a los tribunales internacionales.
El cristiano, según ha enseñado siempre la Iglesia, debe efectivamente obedecer de modo habitual a las instituciones legítimamente establecidas. Es más: la Iglesia siempre ha pedido a los creyentes que respeten las leyes, siempre que éstas sean justas. Pero la sana doctrina siempre nos ha dicho también –y en esto estaría de acuerdo cualquiera, aunque no fuese cristiano- que las leyes injustas no se deben acatar.
La ONU no ha sido precisamente un dechado de virtudes en las últimas décadas. No hay más que mantenerse un poco informado para descubrir cómo este organismo internacional es uno de los principales impulsores de las mayores aberraciones de nuestra época: las políticas antinatalistas y abiertamente abortistas, el cambio climático como herramienta para dominar a los pueblos, la ideología de género y la agenda LGTBI+, además de los sonados escándalos y corruptelas que han salpicado a muchos de sus dirigentes y funcionarios.
No nos pida que obedezcamos a las Naciones Unidas así, sin más, cayendo en un peligroso buenismo
Entiéndame bien: no digo que nunca haya que apoyar u obedecer a los organismos internacionales. Lo que sí afirmo es que, como cristianos maduros en la fe, tendremos que tener el discernimiento para saber cuándo lo que dice la ONU merece ser respetado o cuándo deba ser, incluso, combatido ideológicamente. Y, me temo que, en los tiempos que corren, nos toca estar más veces en la segunda postura que en la primera.
Por eso, Santo Padre, no, no nos pida que obedezcamos a las Naciones Unidas así, sin más, cayendo en un peligroso buenismo y perdiendo la astucia de las serpientes. Yo, personalmente, en esto, no le voy a obedecer.
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