Por Erick Kammerath*
Estamos asistiendo a un capítulo más de la búsqueda de algunos de superar las identidades nacionales, aquello que siempre hemos conocido como la patria. Un proceso desencadenado hace décadas, pero que la pandemia, global y totalizante, ha venido, a profundizar (o al menos eso es lo que nos intentan hacer creer esos mismos).
Tales son las pretendidas consecuencias de la covid-19, que estratégicamente está buscando orientar una izquierda que, ante la falta de un verdadero “agente de la revolución”, se ha
tornado hoy, con la utilización del virus, por demás evidente. En efecto, el indisimulable entusiasmo que la peste suscitó en gran parte de la intelectualidad izquierdista se debe, por
lo menos, a tres características inherentes a la pandemia. A saber: su propensión hacia el igualitarismo, la atomización social, y la convicción de que el virus derivará en un cambio
radical del mundo.
La pandemia, supuestamente ejerció el igualitarismo. Como es sabido, el virus, en solo cuestión de semanas logró expandirse por todo el globo, afectando por igual a individuos de los más diversos contextos sociales, económicos y culturales. Ya sea el Primer Ministro del Reino Unido, alguna de las tantas “estrellas” de Hollywood –de cuyos estados de salud los medios no han dejado de informar–, o bien un heroico médico anónimo o un campesino perdido en algún país del tercer mundo, un “enemigo invisible” nos sometió a todos a una sensación de vulnerabilidad de manera virtualmente indiscriminada.
Somos todos iguales (al menos según se ha acostumbrado a repetir) en la medida en que todos estamos ante la permanente amenaza de ser contagiados, y, en el peor de los casos, de ser arrastrados al resultado más igualitario de todos: la muerte.
Por otro lado, las cuarentenas obligatorias, el medio preventivo elegido por la inmensa mayoría de los gobiernos alrededor del globo habría desarrollado la atomización social. En efecto, el aislamiento trae consigo la imposibilidad de recurrir a aquellas instituciones intermedias que sirven de apoyo moral, espiritual y psicológico a individuos que (en muchos casos) ya se encuentran de por sí en el dificultoso intento de lidiar con la intrascendencia del mundo actual. Las reuniones familiares extensas, los encuentros con amigos, la asistencia a la iglesia, o la posibilidad de participar en fundaciones y ONGs, fueron prohibidos en pos de un alegado bienestar general que, por supuesto, pretende incluirnos a todos como individuos atomizados.
Así, sin mediación de ningún tipo, el Estado pasó a ser en pocos días, el único ente capaz de guiarnos, lo queramos o no, en nuestro modus vivendi cotidiano.
El indisimulable entusiasmo que la peste suscitó en gran parte de la intelectualidad izquierdista se debe al igualitarismo, la atomización social, y la convicción de que el virus derivará en un cambio radical del mundo
Por último, la promesa de un “cambio radical” al que el mismo Źižek ha tildado de “necesario” en su reciente artículo publicado en Russia Today (y republicado en Sopa de Wuhan). Para este autor hay que “pensar una sociedad alternativa, una sociedad más allá del Estado-nación, una sociedad que se actualiza a sí misma en las formas de solidaridad y cooperación global”.
Entonces el “cambio radical” vendría a encubrir aquello que debería llamarse, sencillamente, “revolución”. En otras palabras, el “cambio radical” al que Źižek finalmente alude como lo “único que puede salvarnos”, vendría a ser el equivalente al antiguo “período de transformación revolucionaria”. El corolario de este cambio tan profundo no sería ya idéntico al de la sociedad postcapitalista, entendida, como sinónimo de comunismo o socialismo, pero sí al de una sociedad muy similar, que nos permitiría efectivamente superar el capitalismo, “reinventar el comunismo” y “limitar la soberanía de las naciones”. En definitiva, crear una sociedad
políticamente globalizada, o, simplemente, globalista.
La agenda de los ideólogos de la “igualdad” y el “progresismo” toma, de este modo, un nuevo ímpetu. Los efectos políticos de la crisis financiera del 2008, sumado a los vaticinios de catastróficos escenarios ecologistas que nunca llegaron (ambos fenómenos de impacto global), resultaron insuficientes para los proyectos de una gobernanza mundial. La coyuntura pandémica viene a representar una nueva oportunidad para aplicar una lógica simple pero efectiva: en un mundo globalizado, a problemas de índole global, soluciones globales.
Las proyecciones de la izquierda respecto del futuro de la sociedad postpandémica vienen a insistir sobre un desarrollo que en realidad se inició tiempo atrás, pero que ahora se busca promover con más fuerza. Los procesos de deslocalización, que habían comenzado con el impulso espontáneo de la globalización económica gracias a la revolución de los medios de comunicación y de trasporte, debilitaron el localismo y las ya “viejas” lealtades nacionales.
Las identidades de la modernidad, fundadas en la nación, comenzaron a verse reemplazadas por nuevas identidades posmodernas, de carácter subnacional, que se articulan, a su vez, de manera supranacional. Paralelamente, la ideología del multiculturalismo empezó a desdibujar las fronteras nacionales, concediendo cada vez mayor poder al centralismo de Organizaciones Internacionales tales como la ONU y sus derivados, poniendo aún más en cuestión, por lo tanto, las soberanías de los Estados-nación.
Pero las reacciones no tardaron en llegar.
El ‘American first‘ de Trump, junto al crecimiento de Vox en España, y el Brexit en Reino Unido, por no mencionar el papel de países del este europeo, simbolizan, sin lugar a dudas, un importante freno al globalismo sin bandera. La homogeneización cultural, patente, por ejemplo, en la inmigración masiva y totalmente descontrolada hacia Europa, encontró un freno en nuevas expresiones de un patriotismo que procura evitar caer en las actuales crisis de pertenencia.
Como diría Alain de Benoist, esta debilidad es generada por las de por sí “borrosas, fragmentadas y confusas” identidades posmodernas, y no tanto por el desafío humanitario de la inmigración. Una suerte de nacionalismo cultural en pleno auge posmoderno comienza a ocupar cada vez con mayor relevancia la escena Occidental, en manifiesto rechazo a quienes consideran que los individuos son intercambiables. Y desde luego no nos referimos a los
nacionalismos divisionistas de algunas regiones europeas que más bien responden a esquemas de la modernidad: por ello hay una diferencia notable entre el patriotismo húngaro al nacionalismo secesionista catalán, por más que la izquierda quiera invertir los papeles.
A pesar, entonces, del renovado intento de avanzada hacia una sociedad “postnacional” y globalizada, no hay en rigor razones para inclinarnos hacia un gobierno mundial como única salida a la crisis que nos aqueja. Recordemos, entre otras cosas, que el cierre de las fronteras nacionales fue una de las primeras medidas precautorias tomadas en orden a combatir de manera más efectiva la expansión del virus. La dialéctica postpandémica queda de esta manera
planteada. La síntesis se debate entre una nueva forma de estatismo, de proporciones jamás vistas, con desarraigados y atomizados individuos gobernados por una élite a la que desconocen; o su alternativa, la de un individuo acorazado que, lejos de encontrarse “arrojado desnudo” ante un colosal Estado supranacional, halla cobijo en las mencionadas instituciones intermedias, de entre las cuales destaca la familia. Una reacción, finalmente, ante la posibilidad de un gobierno mundial, solo depende de nosotros.
* Erick Kammerath es un joven de 26 años de edad, estudiante de Relaciones Internacionales. Es miembro de la Fundación Centro de Estudios Libre (Argentina), y autor de diversos artículos y ensayos publicados en medios nacionales e internacionales.
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