Sé mucho sobre lo que llaman «privilegio blanco». Como hijo de un obrero que techaba casas, no es porque lo haya experimentado personalmente. Nunca me han dado nada por la sola razón de ser «blanco» y precisamente por eso no sufro de la «culpa de ser blanco».
Sin embargo, conozco a muchos blancos privilegiados, tanto adolescentes como adultos, que viven atormentados por esa «culpa blanca». En su mayoría se autodenominan demócratas liberales, socialistas democráticos o incluso socialistas a secas. Y están totalmente decididos a que todos los demás paguemos por su «pecado original» de haber nacido ricos.
Mis antepasados más bien fueron pobres, algunos de ellos agricultores, leñadores y carpinteros. Definitivamente, no vengo de una familia de terratenientes ricos poseedores de esclavos. De hecho, tengo un tatarabuelo que fue herido en la Guerra de Secesión luchando por liberar a los americanos negros de la esclavitud. Tenía una bala de rifle en la pierna que lo dejó cojo por el resto de su vida. ¿Era ese su «privilegio blanco»?
El oficio de mi padre colocando o arreglando techos era el menos privilegiado de la construcción. Pasó toda su vida laboral poniendo tejas de asfalto en los techos de las casas del Valle Central de California. Su piel se puso negra por interminables horas en el ardiente sol de California a temperaturas mayores a 40 grados. Pasó sus años de retiro con cáncer de piel que laceró su rostro, cuello y espalda. ¿Acaso fue ese su «privilegio blanco»?
Mi padre sobrevivió teniendo lo necesario para comer. Y así fue durante toda su vida. Murió sin tener nada, ni una casa, un coche o una cuenta de ahorros. Su pensión del sindicato de techadores era menos de 300 dólares al mes.
¿Los socialistas democráticos que ahora exigen que todos suframos por nuestro «privilegio blanco» pueden por favor decirme de qué manera mi padre fue «privilegiado»? Al igual que muchos otros estadounidenses de la clase trabajadora, sean blancos, marrones o negros, nunca recibió nada que no se hubiera ganado a través de un trabajo físico muy duro.
Si mi padre todavía estuviera con nosotros, quizás se hubiera burlado de la idea que le atribuyera de alguna manera ser beneficiario de algún «privilegio blanco». Pero lo más probable es que no habría forma de convencerlo de que semejante cosa tuviera algo que ver con él.
En cuanto a mí, crecí en una villa de casas destartaladas en las afueras de Fresno, California, habitada en partes iguales por campesinos mexicanos y blancos de clase trabajadora como mi padre. Tenía que trabajar los veranos en campos de cultivo si quería usar ropa nueva en la escuela que empezaba en otoño. Como muchos de los graduados de mi escuela secundaria, negros, marrones o blancos, me uní a las fuerzas armadas y me dirigí al Lejano Oriente para la Guerra de Vietnam. ¿Llamarían a eso «privilegio blanco»?
Pasó el tiempo y la Marina de EE.UU. decidió enviarme de vuelta a estudiar. Ciertamente no fue por el color de mi piel, sino por aprobar los exámenes requeridos. Y de la misma manera obtuve una licenciatura y una maestría en oceanografía en la Universidad de Washington.
A esos americanos blancos realmente privilegiados, tanto adolescentes como adultos, que en su mayoría se autodenominan demócratas liberales, les diría que no proyecten su «culpa blanca» sobre el resto de nosotros
Como militar en servicio activo a principios de los años setenta, la moda de entonces me incitó a tener el cabello largo y la cabeza baja frente a las manifestaciones contra la guerra casi diarias en el campus. Un día, la Antifa de nuestro tiempo puso una bomba en el edificio de entrenamiento de los oficiales de reserva de la Marina dentro del campus. Si hubiera explotado un par de horas más tarde, me habría matado a mí y a muchos de mis compañeros de barco que, por cierto, eran de todos los colores. ¿Podrían decir que eso era «privilegio blanco»?
En 1976, me licencié de la Marina y fui aceptado en un programa de Ph.D. en la Universidad de Stanford. Allí fue donde por primera vez me encontré cara a cara con el «privilegio blanco».
De hecho, casi todos los estudiantes que conocí en la Universidad de Stanford eran privilegiados. Blancos, negros o marrones. Casi todos ganadores de la lotería de papá, hijos e hijas de padres muy exitosos que los habían estropeado con coches, ropa y tarjetas de crédito en todo momento de su vida, además de tutores y cursos especiales para aumentar sus calificaciones y asegurarse de que recibieran sus títulos.
No habrían llegado a Stanford por esfuerzo propio. Iban y venían en el helicóptero de sus padres ricos y poderosos, que los devolvían hasta la misma puerta de sus casas.
Sin ser suficientemente conscientes de ser hijos e hijas privilegiados fueron alentados por profesores de izquierda a proyectar su «culpa blanca» sobre toda la población de EE.UU y la civilización occidental en su conjunto.
No me sorprende que ellos estén sufriendo de «culpa blanca».
Marcharon con entusiasmo con el reverendo Jesse Jackson cuando vino al campus para exigir que la civilización occidental sea abolida. Cantaban “Hey, hey, ho, ho, Western civ has to go” (Hey, hey, ho, ho, la civilización occidental tiene que irse). Protestaron hasta que las cobardes autoridades de turno capitularon. Luego esos estudiantes celebraron perversamente el hecho de insultar a sus propios antepasados, además del hecho de hacerse más tontos en el proceso.
Aun con toda esa culpa aprendida, a estos auténticos beneficiarios del «privilegio blanco» les fue muy bien en la vida. Hoy en día, mis compañeros de clase de Stanford son en su mayoría personas con mucho poder: políticos, abogados o figuras de los medios de comunicación. Son personas como el senador de Nueva Jersey Cory Booker, hijo privilegiado de dos ejecutivos de IBM. Y todos, casi sin excepción, son criaturas de izquierda.
Wayne Allyn Root tuvo una experiencia idéntica en la Universidad de Columbia. Él escribe: «Cada compañero de clase que conocí que nació rico se convirtió en un demócrata liberal que odiaba a Ronald Reagan, odiaba a la gente blanca (a pesar de que la mayoría de ellos eran blancos), odiaba el capitalismo y odiaba a Estados Unidos. Hoy, todos ellos odian a Donald Trump».
Así que el «privilegio» es real, pero no es «privilegio blanco». Sería más apropiado decir «privilegio de dinero y de poder».
Como hijo de un techador nunca disfruté de tal cosa. Así que perderán su tiempo tratando de hacerme sentir culpable por ello. No funcionará. A diferencia de muchos de esos niños consentidos graduados en universidades de élite, nadie me dio una vida servida en bandeja de plata. He tenido que trabajar muy duro en cada paso del camino, tal como la gran mayoría de los 63 millones de estadounidenses que votaron por Donald Trump.
Fracasarán si tratan de convertir todo esto en un asunto racial porque no les compraremos ese cuento.
Los verdaderos racistas en Estados Unidos -que de hecho sí existen- son los que dirigen instalaciones de aborto en vecindarios de población minoritaria. Ellos son responsables de la muerte de millones de bebés negros y marrones. Eso es racismo, sin duda alguna, y es racismo que mata.
En cuanto al resto de nosotros, no es que nos hayan dado cosas debido al color de la piel. A decir verdad, no habría alguien en su sano juicio que pidiera algo por esa razón. En EE.UU todavía nos regimos por la promesa de que «todos los hombres fueron creados iguales».
También creemos que en la Tierra de los Libres y el Hogar de los Valientes, la gente tiene el derecho absoluto de reunirse y protestar pacíficamente. Así lo puede hacer la marcha Black Lives Matter, si así lo desea. Pero sin quemar negocios de trabajadores estadounidenses de todos los colores. Tampoco profanar o demoler monumentos de héroes respetados por americanos de todos los colores. Ni atacar a la policía que están allí para proteger a los estadounidenses de todos los colores y, por cierto, la policía también está compuesta por personas de todos los colores.
A esos americanos blancos realmente privilegiados, tanto adolescentes como adultos, que en su mayoría se autodenominan demócratas liberales, les diría que no proyecten su «culpa blanca» sobre el resto de nosotros. La inmensa mayoría nunca hemos tenido un ápice de ese «privilegio blanco» y ni siquiera sabemos lo que es.
Más bien, les diría a ellos que repitan todos sus eslóganes mirándose al espejo.
Comentarios
Comentarios