Estremecedoras imágenes, las que se vieron en la China de finales de los años 60. Veteranos dirigentes comunistas exhibidos en público, con orejas de burro y con pancartas colgadas del cuello donde aparecían escritos sus errores.
La llamada revolución cultural perseguía limpiar de “elementos burgueses” el Régimen. La inquisición maoista fue implacable y desató una persecución contra numerosos dirigentes del Partido. Se veían fantasmas capitalistas por todas partes; delatar a enemigos de Mao se convirtió en una obligación moral; y quienes eran señalados por los barrabases terminaban encarcelados o torturados. Veteranos comunistas que habían luchado en las filas maoístas durante la guerra civil contra Chang Kai Chek y que se habían entregado a la causa de la República Popular, eran escarnecidos en público e internados en centros de reeducación.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraSi alguien hubiera dicho que algo similar pudiera ocurrir en Occidente se lo hubiera tomado a broma… hasta ahora. Porque lo que estamos empezando a ver con la ideología woke en los campus universitarios de Estados Unidos se parece bastante a los escarnios públicos, las orejas de burro y los campos de reeducación.
No es otra cosa que aquel grito adolescente del 68: “que se pare el mundo que me quiero bajar”, aplicado mediante un mecanismo represor que recuerda al marxismo-leninismo
Jorge Soley ha explicado muy bien en Actuall en qué consiste la histeria woke: “palabra inglesa que hace referencia al despertar: quien abraza la ideología woke ha despertado de un milenario letargo y ha tomado conciencia de la verdadera naturaleza de las opresiones que azotan nuestra sociedad”. Un huracán de susceptibilidad cósmica contra lo que ellos llaman heteropatriarcado, el odio al no binario, el eurocentrismo, el cristianismo, la transfobia o el racismo blanco… No es otra cosa que aquel grito adolescente del 68: “que se pare el mundo que me quiero bajar”, llevado a la práctica, y aplicado mediante un mecanismo represor que recuerda sospechosamente al marxismo-leninismo.
El periódico El Confidencial ha comenzado una serie en la que analiza el fundamentalismo woke, sus causas y consecuencias, y los distintos frentes en los que opera. El primer capítulo lo ha dedicado a la ofensiva en los campus universitarios contra la raza blanca.
Que el terremoto woke, presente ya en el mundo de la empresa y en los medios de comunicación, tenga su epicentro en las universidades resulta significativo. Se supone que cátedras y aulas encarnan el ideal del estudio y la búsqueda de la verdad. Se supone que lo que rige el alma mater es la ciencia y no la ideología, la racionalidad y no los sentimientos, el debate y no el dogma. Y sin embargo lo que vemos en algunos campus de EE.UU. son pequeños regímenes fundamentalistas. “Guiados por una teoría que no permite la duda y al abrigo de la indignación desatada por casos como el asesinato de George Floyd, sus rectorías han creado poderosos comités, ideologizado los temarios e incluso organizado confesiones públicas de prejuicios raciales. Un clima dogmático que no tolera herejías”.
Cuenta El Confidencial el caso de un profesor de la Universidad de Vermont, Aaron Kindsvater, que en sus clases de pedagogía tenía que ceñirse a los estándares DEI -acrónimo de diversidad, equidad e inclusión-. Las autoridades académicas le obligaban a seguir las enseñanzas de dos libros woke: Cómo ser antirracista y Fragilidad blanca. Sus autores sostienen que el racismo de los blancos está tan metido en la mentalidad norteamericana que la única forma de combatirlo es aprender a localizarlo; y estar ‘despiertos’ ante el odio racista que impregna el lenguaje cotidiano.
En esa cruzada contra el racismo no cabe la neutralidad. “La declaración de neutralidad del no racista -argumentan- es una máscara del racismo”.
Una autora, Robin Di Angelo, llega a decir que el racismo es inherente al blanco. Es decir, el racista blanco nace no se hace. Cerril determinismo que los woke aplican a lo que les conviene. Uno no nace hombre o mujer, sino que se hace -siguiendo el mantra de Simone de Beauvoir-, pero en cambio, todo blanco es racista de nacimiento. Y lo único que cabe es confesar ese pecado original y autoflagelarse de por vida porque la mancha es imborrable.
La sentencia contra la ‘blanquitud’ (no es fácil encontrar una traducción de la voz inglesa whiteness) es tan inapelable e irracional como la de las feministas radicales hacia el varón («una mujer necesita a un hombre como un pez a una bicicleta» llegó a escribir la activista Gloria Steinem).
Como pueden ver el planteamiento no es nada científico. Es una teoría herméticamente cerrada, blindada a la crítica y al contraste. Y su corolario automático es la condena del blanco. A este solo le quedan dos salidas: o declararse culpable del racismo o ser considerado un enajenado, alguien que se niega a ver la realidad.
Profesores y alumnos de raza caucásica se ven sometidos a estos juicios inquisitoriales. Se les pide que escriban largas redacciones sobre los actos de racismo que habían infligido durante sus vidas; a los negros, en cambio, redacciones sobre los crímenes de los que se supone que habían sido víctimas. Los talleres que imparte la mencionada DiAngelo incluyen confesiones públicas que suelen acabar en lágrimas. Pero a los negros se les permite llorar frente a los asistentes; y a los blancos se les conmina a llorar, fuera de la sala.
Estas prácticas han saltado de los campus a las empresas, en las que ya se imparten talleres antirracistas. Y si quieres conservar tu puesto de trabajo no tienes otra que confesar tus crímenes (¿?) y exponerte al escarnio público. Si no quieres tener problemas, es mejor que te arrepientas de tu tez blanca, que no hables de hombre-mujer sino de personas que menstrúan y personas que no; y que no te refieras a padres como padres sino como a progenitores A o B… y por ahí seguido.
Las dogmas, la dialéctica oprimidos-opresores, la persecución al disidente, lleva el sello inequívoco de los estalinismos y los maoísmos
Algunos hablan de una nueva guerra cultural, pero en realidad el fundamentalismo woke no es sino una reformulación del marxismo. Los dogmas, la dialéctica oprimidos-opresores, la persecución al disidente, lleva el sello inequívoco de los estalinismos y los maoísmos. Pero aplicados no a la lucha de clases, sino a la lucha de sexos o la lucha de razas. No hay más que ver lo que dice un educador antirracista: “Racismo y capitalismo están estrechamente entreverados”.
En su delirante imaginario, los heteros y los blancos son para los wokes como los zares. Es preciso tomar el Palacio de Invierno, deponer a heteros y blancos y cortar cabezas. Simbólicamente… de momento.
Ese viento revolucionario y amedrentador puede explicar las peticiones de perdón, rodilla en tierra, de personajes públicos de EE.UU. tras el asesinato de George Floyd. El clima de miedo explica que la Universidad de Yale, nada menos que Yale, haya suprimido un curso de arte por ser «demasiado blanco, masculino y occidental». O que Facebook censurara la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. Adivinen por qué: consideraba políticamente incorrectos los párrafos del 27 al 31 que se referían a “los despiadados indios salvajes”.