¡Qué cansado es ser progre! Ya lo ha explicado varias veces mi admirada Candela Sande. Lo primero que tiene que hacer el progre por la mañana es conectarse a Internet (¿alguien de menos de 60 años sigue comprando prensa de papel?) o encender la SER para enterarse de cuál es el sentido de la historia de ese día, para no seguir situado en opiniones o consignas que se han convertido en carcas, de derechas o, la Madre Tierra no lo quiera, fascistas.
Así ocurre con la guerra civil feminista a cuenta de la ley trans, dos de cuyas primeras víctimas por el cruel método de depuración del disidente han sido Lidia Falcón y Lucía Etxebarría. También lo han sufrido esos ‘popes’ a los que los jovencitos posmodernos han estropeado su dorada jubilación. Noam Chomsky, Margaret Atwood, J. K. Rowling y otro centenar y medio de intelectuales difundieron el verano pasado un manifiesto contra la intolerancia, la humillación pública y la ‘cultura de la cancelación’ que están aplicando las hordas de estudiantes universitarios.
No es que los firmantes de pronto se hayan convertido a la libertad de debate con quienes se hallan a su derecha, sino que ese trato propio de los guardias rojos de Mao ahora se lo están aplicando a ellos. ¡Con lo que se han sacrificado por los demás!
La izquierda de Estados Unidos quiere decidir dónde puede ser enterrado Donald Trump. ¡Y eso que sigue vivo!
Los Chomsky y las Rowling están asombrados y asustados de que el cetro con el que solían condenar al hereje, al disidente, al ‘enemigo del pueblo’ se lo han arrebatado sus discípulos para arrojárselo a la cabeza. Comprueban la verdad del aforismo de Gómez Dávila: «El revolucionario no descubre el ‘auténtico espíritu de la revolución’ sino ante el tribunal revolucionario que lo condena». Y hay que tener cuidado, porque los revolucionarios no son como los zares, esos blandos. Todas las condenas de muerte dictadas por los jueces civiles y militares del Imperio ruso entre 1825 y 1917 las aplicaba la Cheka bolchevique cada quince días de 1918 o 1919.
Cuando Isabel Díaz Ayuso anunció la disolución de la Asamblea de Madrid (¡pero qué patético es el Estado de las Autonomías!), la primera consigna puesta en circulación para los tertulianos y tuiteros de izquierdas fue la de que primero tenían que votarse las mociones de censura, que la convocatoria electoral era un golpe de estado (lawfare) para impedir que, por fin, hubiera en Madrid otro ‘gobierno de progreso’.
Al comprobarse que el PSOE calentaba su máquina electoral, se pasó a acusar a la presidenta de «irresponsable», por querer llevar a los madrileños a las urnas en medio de la octava o novena ola del covid-19. Hace un mes, los socialistas y los podemitas defendieron que en Cataluña se votase el 14 de febrero y se opusieron a todo aplazamiento, porque la seguridad estaba garantizada y, además, el que temiese por su salud podía votar por correo.
La prensa ‘de pogreso’ ha identificado a Ayuso como una peligrosa trumpista y le ha advertido a Casado que le alejará del centro
Después, con un funcionamiento propio de las máquinas bien engrasadas, la tertulianada lanzó el primer eslogan de la campaña, que en cuestión de horas los políticos del PSOE y Podemos repitieron: Ayuso es como Trump.
Un editorial de El País, periódico que sigue despeñándose en las cifras de venta, le acusó de practicar un «supremacismo madrileño» (a diferencia del PNV y de ERC, a los que el apoyo a los Presupuestos de Pedro y Pablo redime de su carácter racista) y de poner en peligro las vidas de los madrileños y, aquí está la clave, de tener el mismo discurso que Donald Trump.
Para la izquierda de Estados Unidos, Trump ya es como Franco para la izquierda expañola. Los demócratas, descendientes de los fundadores del Ku Klux Klan, quieren prohibir que sea enterrado en el cementerio de Arlington y que se dé su nombre a cualquier instalación del Gobierno federal. ¡Y eso que sigue vivo!
Ayuso será lo que la izquierda diga: Trump, Franco, o incluso mujer completa, como dijo la payasa Cristina Almeida
Elaboremos el silogismo progre. Si Trump es como Franco y Ayuso es como Trump, cabe deducir que Ayuso es Franco.
¿Y por qué no? Si podemos elegir nuestro sexo, orientación sexual, identidad y hasta raza, ¿quién puede oponerse a que alguien sea identificado con la encarnación viva del fascismo, sobre todo si ese alguien impide a las fuerzas del progreso el asalto a las cuentas públicas?
Cristina Almeida, que sigue impune por su incitación a las mujeres de hace un año en que les incitó a ir a las manifestaciones del 8 de marzo porque «el machismo ha matado más que el virus», afirmó en el 8-M pasado que «si las mujeres mandasen, hasta Ayuso sería más mujer«. Es que doña Cristina sí que es una mujer-mujer, ¿verdad? Lo sabemos todos los españoles con más de 50 años.
Y Ángel Gabilondo es Joe Biden. Ambos tienen cara de haberse levantado de la siesta hace poco
Y claro, si Ayuso es Trump, Ángel Gabilondo es Biden. Se parecen hasta en la cara de haberse levantado hace diez minutos de la siesta. Lo malo es que la carta anti-trumpista puede ser un fracaso. Desde que Pablo Iglesias, ese señor tan machista que aparta a una mujer para ponerse en su candidatura, hizo sonar la «alerta antifascista» contra Vox, Podemos no ha dejado de perder votos.
¡Cómo va a haber unas elecciones sin que la izquierda saque a pasear a Franco! Es como una ópera sin soprano gorda. Por cierto, me parece que a Franco lo han visto en alguna cola del hambre en Vallecas… La web del Servicio Público de Empleo Estatal funciona a trancas y barrancas una semana después de un ciberataque, pero ¿a quién le importa cobrar la prestación por desempleo cuando la sombra del fascismo se cierne sobre Fuenlabrada?
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