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Un virus y mil preguntas

El coronavirus sigue trayendo más preguntas que respuestas

El coronavirus sigue trayendo más preguntas que respuestas

La duda siempre es sana. Ante lo desconocido y también ante lo familiar. La duda cuestiona lo asumido, lo aceptado. De la duda nacen las ideas y el progreso. La duda, siempre, se abre y abre camino.

Después de año y medio de protagonismo mediático del virus y su narrativa, el paso del tiempo deja cada vez más interrogantes. La propia catalogación de la enfermedad, su método de diagnóstico, los remedios para curarla, los métodos aplicados para limitar la libertad de los enfermos, de los supuestos enfermos y de los sanos.

A estas alturas, cuando el número de fallecidos no es un lugar común, la narrativa se basa en dos premisas. De un lado, la equiparación de todo positivo según una PCR con un enfermo. De otro, la asunción de las vacunas como única vía de investigación y remedio conocido.

¿Por qué los protocolos, incluso una vez flagrantemente demostrados como fallidos, promueven el uso de respiradores? ¿Por qué no prepondera la aplicación de curas evidentemente eficaces como, por ejemplo, los corticoides anticoagulantes? ¿Por qué esos remedios no son conocidos?

¿En qué momento se aceptó la obligación del uso de mascarillas de forma generalizada incluso en espacios al aire libre? En los meses de más fatalidad su utilización no era obligatoria ni habitual

¿Qué sentido tiene no haber llevado a cabo un estudio basado en autopsias? ¿Por qué se prohibieron? ¿Cuál es el fin de catalogar como muerte por el virus a alguien que, aunque fallezca por accidente, dé positivo?

¿Por qué se dejó morir a decenas de miles de ancianos en residencias, solos y en condiciones deplorables? ¿Por qué no se permitió a sus familiares llevarlos a casa? ¿Se enfrentarán a la Justicia los responsables de la gestión política de esos centros?

¿En qué momento se aceptó la obligación del uso de mascarillas de forma generalizada incluso en espacios al aire libre? En los meses de más fatalidad su utilización no era obligatoria ni habitual. Por entonces, militares y trabajadores de servicios de limpieza fumigaban nuestras calles, vestidos con monos y protecciones aparatosas. ¿Qué fue de esas acciones?

¿Cuándo se admitió que un toque de queda tuviera ni remotamente nada que ver con la salud?

¿En qué momento se asumió como normal obligar a los niños a seguir unas normas de aislamiento y separación de los demás, enmascarados, jalonadas de mensajes de miedo a contagiar y ser posibles transmisores de la enfermedad y la muerte a sus padres y abuelos? ¿Por qué precisamente sus familiares aceptaron poner todo ese peso sobre los hombros de menores de edad?

¿En qué momento se aceptó el confinamiento de personas sanas como una medida médica, es decir científica, a sabiendas de que causaría ruina y, a la larga, más fatalidad que el propio virus? ¿Cuándo se admitió que un toque de queda tuviera ni remotamente nada que ver con la salud? ¿Por qué son acalladas de manera deliberada y extendida las voces de los epidemiólogos que recomiendan centrar la atención y los métodos aplicados sólo en la población en riesgo?

¿Por qué no es conocida la evidente y demostrada ausencia de diferencias en las cifras de gravedad y mortalidad entre los países y regiones en los que, como en España, se han extremado las medidas liberticidas y aquéllos en los que se han respetado los Derechos Fundamentales de la ciudadanía? ¿Por qué no se reconoce que allá donde la libertad es menos protegida también lo es la vida? Siquiera los políticos que defienden la apertura utilizan esos ejemplos como argumento.

¿Por qué se ha implantado, y aceptado como algo tradicional, el diagnóstico a través de un método demostradamente no específico? El mismo inventor de las PCR, Kary Mullis, negó su utilidad para encontrar este tipo de enfermedades. ¿Por qué se ha ido manipulando la sensibilidad de la prueba a lo largo del tiempo, modificando sus umbrales de amplificación para reportar más o menos positivos, según el momento y el lugar?

¿En qué momento se aceptó la existencia de enfermos asintomáticos? Un término nunca utilizado que, además de suponer un insulto a la inteligencia, acabó de manera automática con la presunción de inocencia, no sólo en lo que respecta al virus: convirtió el recelo y la sospecha en hábitos de buen ciudadano.

¿Por qué se pretende vacunar masivamente a toda la población del mundo a través de una propaganda torticera con unas sustancias cuando menos insuficientemente estudiadas, aún menos sus efectos a corto y largo plazo? ¿Cuándo se ha elegido el laboratorio, la marca, de una vacuna? ¿Quién prescribe esos tratamientos?

¿Por qué todas esas incontables olas, variantes y cepas aparecen cuando la tensión generalizada se relaja y pasan como modas? No hay manera de seguir su ritmo de proliferación. A estas alturas, tampoco su capacidad de expandir el miedo.

Y, en definitiva, ¿alguien en su sano juicio puede asumir y defender que maltratar a las personas aumenta su esperanza de vida? ¿Por qué estas preguntas y tantas otras no son abiertamente compartidas? ¿Por qué casi nadie alza la voz? ¿Por qué cualquier voz discordante es anulada? Cancelada es la palabra exacta.

Es evidente que las medidas y la jerga nada tienen que ver con la más mínima cordura médica, científica y, aún más, de la propia condición humana. Una narrativa. Infinitas preguntas. Para encontrar respuestas, después de mirarnos a nosotros mismos, conviene mirar primero a los beneficiarios de todo esto.

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