Le sorprende a uno ir a los pueblos y ver como las puertas de las casas permanecen abiertas. Todos son bienvenidos, nadie es forastero y casi todo el mundo se conoce. Una profunda tranquilidad cotidiana se respira en esos pequeños municipios rodeados de costumbres castizas. No tienen miedo, viven en paz, saben que nada malo les va a pasar, están protegidos por la vecindad y la confianza de los que se conocen de siempre.
Envidio esa forma de ver la realidad, o más que esas maneras, las circunstancias que rodean a esos ambientes pueblerinos y cercanos. En las ciudades, en las grandes urbes, no disfrutamos de esa paz. Todo el mundo es sospechoso de algo y se puede percibir como en las miradas se vislumbra en las retinas cierta prudencia y desconfianza.
Entré el otro día a una Biblioteca de una universidad pública para consultar unas cosas y a los tres minutos, una de las vigilantes me preguntó con tono hostil a dónde me dirigía. Con la sensación de estar haciendo algo mal, tuve que explicarle con pelos y señales los motivos que me llevaron al edificio. Ella, con cierta incredulidad, me dijo que al no llevar libros se había asustado. Con cierta sorna tuve que decirle que no se preocupara, que no iba a hacer nada malo. Por un momento pensé que me iban a llevar a una sala con las paredes blancas a la espera de que viniesen las autoridades competentes por el mero hecho de visitar un lugar público. Así es la realidad que vivimos.
Entiendo en cierta manera esa excesiva prudencia. En la era del relativismo, en la que el mal ha pasado a ser una personalidad más, nadie está exento de ser acusado de ser peligroso para los demás. La era en la que los depravados y delincuentes campan a sus anchas es carne para que los inocentes y gentes de buena voluntad sean tratados cómo villanos. No confiamos en nadie, todos somos intrusos en las vidas de los demás, hemos perdido la inocencia, la capacidad de relacionarnos entre nosotros, vemos en los otros un medio o un posible peligro de ser utilizados. No nos fiamos ni de nuestra madre, vivimos tiempos desconfiados y temerosos.
«No tengáis miedo», decía Juan Pablo II.
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