Soy una profesional disciplinada y hasta dócil, y cuando me pidieron que escribiera de un asunto que no citaré -por si tengo que escribirlo más adelante- mi primer impulso fue ponerme inmediatamente a ello. Pero entonces llegó ella, y dijo eso, y fue tan hermoso que supe que tenía que comentarlo y que mis jefes lo entenderían.

Hablo de Greta. Sí, ya sé que están ustedes hasta el último pelo de esa niña sueca, pero esa es la gracia. Greta es perfecta, en el sentido de ser el perfecto síntoma, el cuadro que con dos o tres pinceladas describe tan bien nuestro tiempo que, de no existir, habría que inventarla.

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Pero vamos, si les parece, a lo que ha motivado mi pequeña rebeldía profesional. Ustedes saben, naturalmente, que Greta Thunberg, la profetisa del nuevo apocalipsis, está entre nosotros en Madrid, en cuerpo mortal, eclipsando con su presencia luminosa a cualquier político, actor, empresario o cuentista profesional que aparezca por la Cumbre del Clima, que se ha convertido en puro vehículo para su apoteosis. Probablemente también sepa que ha venido a la Península desde Nueva York en yate catamarán para minimizar esa cosa misteriosa y súbitamente importantísima que se llama ‘huella de carbono’, y no es aventurado suponer que se ha tragado, al menos, episodios de una travesía retransmitida en directo.

Es lo que hacen los polìticos cuando quieren silenciar a alguien: le invitan a dirigirse a la Asamblea General de la ONU, al Europarlamento, al Senado italiano; la recibe Angela Merkel, Emmanuel Macron, Sergio Matarella, Ban Ki Moon…

En general, no creo equivocarme mucho si supongo que también usted se ha dado cuenta de que tenemos a Greta para desayunar, comer y cenar, Greta hasta en la sopa, Greta a perpetuidad, “all Greta all the time”. Bueno, pues lean y saboreen despacio lo que ha dicho la niña omnipresente aquí en Madrid: “Los políticos intentan silenciarnos de forma desesperada, pero vamos a seguir avanzando”.

Silenciarlos. Los políticos. A los ‘gretinos’. En serio. Es lo que hacen los polìticos cuando quieren silenciar a alguien: le invitan a dirigirse a la Asamblea General de la ONU, al Europarlamento, al Senado italiano; la recibe Angela Merkel, Emmanuel Macron, Sergio Matarella, Ban Ki Moon… Lo normal, vamos.

Yo no sé si la niña neuroatípica se ha salido del guión aquí, o es que sus programadores están desesperados por vender su película y nos creen aún más estúpidos de lo que ya somos (que, por lo que veo, no es poco). Pero el caso es que aquí se les ha ido la mano y han provocado lo último que les conviene: la risa. Sería mil veces mejor para ellos provocar la furia, que podrían explicar como una reacción desesperada de los retrógrados, o incluso discursos razonados contra su histeria, que podrían ser convenientemente ignorados y, estos sí, silenciados. Pero la risa les destruye.

Un movimiento, un personaje, puede sobrevivir a los ataques, a las injurias, al furor y a la crítica más acerada. Pero no al ridículo. Lo que nos provoca risa deja automáticamente de darnos miedo o inspirarnos respeto, y eso es lo que Greta, en sus propias palabras, quiere inspirarnos: miedo.

La izquierda es una ideología cuya retórica entera se basa en la barricada, en la resistencia, en la lucha contra el poderoso, en ser adalides de los desheredados del mundo. Problema: hace mucho tiempo que están gobernando

Pero esa salida de Greta afirmando que tratan de silenciarla “desesperadamente” es ya una broma que se ha salido de madre y es difícil dar marcha atrás; es aún más grotesco que esos actores que viven a todo trapo, sin privarse de nada, que vienen a decirnos que tenemos que “hacer sacrificios”, como Alejandro Sanz, o Bardem, que tiene las santas narices de aparecer en un monovolumen que gasta en unos metros lo que el mío yendo a Burgos y vuelta; más que esos multimillonarios que queman combustibles fósiles como si no hubiera mañana en sus jets privados para exhortarnos muy serios de la necesidad de que nos duchemos menos y que aprendamos a cogerle gusto a comer cucarachas, que tienen muchas vitaminas y minerales.

Pero si hago un esfuerzo, me seco las lágrimas de risa e intento ir más allá de la irresistible hilaridad del comentario, puede entender lo que subyace. Se trata de un viejo truco que conocemos muy bien. Verán: la izquierda es una ideología cuya retórica entera se basa en la barricada, en la resistencia, en la lucha contra el poderoso, en ser adalides de los desheredados del mundo. Problema: hace mucho tiempo que están gobernando, que conquistaron los centros del pensamiento occidental, que nos dictan qué creer, cómo vivir, quiénes son los buenos y quiénes los malos en la película social.

Ruedan nuestras películas, enseñan a nuestros hijos, componen nuestras canciones, financian iniciativas, dictan políticas sociales, escriben nuestras novelas, informan de lo que se supone que pasa en el mundo. ¿Cómo, entonces, mantener el atractivo de los parias de la tierra? Sencillo: fingiendo que no tienen todo eso. Es lo que hacía hace ya muchos años Alfonso Guerra, ya vicepresidente del Gobierno y luciendo magníficas camisas a medida diciendo “nosotros, los descamisados”. Lo raro es que más a menudo de lo que una creería posible, este discurso cuela.

Pero cuando una niña que tiene cero cualificaciones objetivas para llamar nuestra atención y que, a pesar de todo, la tenemos hasta en la sopa y siempre bajo los focos, dice que tratan desesperadamente de silenciarla, eso solo puede significar que la farsa ha terminado.

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