
La encíclica Fratelli Tutti pareció lograr un milagro: la izquierda aplaudió al Papa, haciendo suyo el mensaje de Francisco. Pedro Sánchez la citó en la tribuna del Congreso, como si él fuera un gran amigo de la Iglesia Católica. Varios líderes socialistas, comunistas y populistas, de inveterada y reconocida aversión a las religiones en general, y a las judeocristianas en particular, aplaudieron al Papa con entusiasmo. La felicidad vaticana embargaba al diario El País y sus columnistas. Allí, leí, por ejemplo: “El Papa arremete contra el neoliberalismo… una larga encíclica de marcado carácter social…. defiende una suerte de mirada del mundo que bien podría redefinir los valores del socialismo actual”.
Evidentemente, no se trataba en ningún caso de defender realmente a la Iglesia sino de utilizar al sucesor de Pedro para promover la agenda política de la izquierda. Como ya he explicado en más de una ocasión, estas estratagemas carecen de base, porque la Iglesia no es de derechas, ni de izquierdas, sino de todos.
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Suscríbete ahoraMe propongo ahora analizar, en esta encíclica en concreto, solamente lo que dice Su Santidad sobre el liberalismo, para ponderar si los plácemes de tantos socialistas, y el recelo de muchos liberales, tienen fundamento.
Sobre el neoliberalismo, el Papa tiene toda la razón: el mercado no lo resuelve todo
Lo primero que llama la atención es que en una encíclica muy extensa, y que capta los titulares del primer periódico de España porque “arremete contra el neoliberalismo”, el Papa se refiere al neoliberalismo solamente en un apartado de los 287 que contiene el texto:
168. El mercado solo no resuelve todo, aunque otra vez nos quieran hacer creer este dogma de fe neoliberal. Se trata de un pensamiento pobre, repetitivo, que propone siempre las mismas recetas frente a cualquier desafío que se presente. El neoliberalismo se reproduce a sí mismo sin más, acudiendo al mágico “derrame” o “goteo” —sin nombrarlo— como único camino para resolver los problemas sociales.
Y el Pontífice habla del liberalismo en otros tres apartados:
37. Tanto desde algunos regímenes políticos populistas como desde planteamientos económicos liberales, se sostiene que hay que evitar a toda costa la llegada de personas migrantes. Al mismo tiempo se argumenta que conviene limitar la ayuda a los países pobres, de modo que toquen fondo y decidan tomar medidas de austeridad.
155. El desprecio de los débiles puede esconderse en formas populistas, que los utilizan demagógicamente para sus fines, o en formas liberales al servicio de los intereses económicos de los poderosos.
163. La categoría de pueblo, que incorpora una valoración positiva de los lazos comunitarios y culturales, suele ser rechazada por las visiones liberales individualistas, donde la sociedad es considerada una mera suma de intereses que coexisten.
Sobre el neoliberalismo, el Papa tiene toda la razón: el mercado no lo resuelve todo, y los problemas sociales no se resuelven mediante el llamado goteo, es decir, después de que los ricos se hayan hecho ricos y su riqueza se derrame hacia los demás. Estas dos ideas son disparatadas, y el Pontífice hace muy bien en criticarlas.
Lo único que cabría añadir es que ningún liberal las ha defendido nunca.
Es evidente que el mercado necesita instituciones, como la justicia o la propiedad privada, que mencionaremos en seguida. Y también es evidente que lo del goteo, se nombre o no se nombre, es absurdo: las personas que se enriquecen no benefician a los demás después de hacerse ricas sino antes. Esa es la esencia del mercado libre: no se impone a los demás, con lo cual Amancio Ortega se ha hecho rico porque millones de personas libremente decidieron comprar sus productos, y lo hicieron, obviamente, porque les beneficiaba a ellas, y no solo a él.
En cuanto a los tres párrafos donde menciona el liberalismo, en vez de el neoliberalismo, solo caben algunos matices. Hay división entre los liberales a propósito de la inmigración, pero no suelen oponerse a ella “a toda costa”. El Papa sin duda acierta cuando asocia el liberalismo a la crítica a la ayuda al desarrollo, con esta precisión: dicha crítica no se dirige a empobrecer a los países pobres para que sean austeros, sino al revés, para que potencien el trabajo de sus ciudadanos y que dejen atrás la pobreza, que es precisamente lo que ha sucedido en el mundo en las décadas recientes.
Hay otras opiniones de Su Santidad acerca de asuntos económicos, siempre interesantes, y sobre los cuales los liberales tendrán posiblemente más o menos coincidencia. Pero hay dos cuestiones empíricas que conviene recordar, y que ha subrayado el economista argentino Juan Carlos de Pablo. Por una parte, comenta la “obsesión por reducir los costos laborales” (20). Si se refiere a los costes de realizar el trabajo, sin duda tiene razón, pero la reducción de los costes laborales es perfectamente compatible con el aumento de los salarios reales de los trabajadores. Por otro lado, alude la encíclica a los “sistemas de salud desmantelados año tras año” (35). Comprendo que esto entusiasme a quienes insisten en los infaustos “recortes” en el gasto público, pero lo cierto es que dicho gasto no ha sido recortado de manera apreciable en ningún país. Los contribuyentes del planeta no han sido conscientes del “debilitamiento del poder de los Estados nacionales” (172).
Abordemos ahora la propiedad privada. La Iglesia tiene una larga tradición de subordinar la propiedad de las personas al “destino común de los bienes creados”, que cabe interpretar como si la Iglesia fuera socialista, y por eso ha entusiasmado siempre a la izquierda. En varios apartados la encíclica alude a ello, y es revelador que Francisco no solamente recoja la hostilidad hacia la propiedad privada de San Juan Crisóstomo, sino los matices de figuras muy posteriores, y en concreto de Benedicto XVI y San Juan Pablo II, como se ve en el párrafo 120.
En efecto, mientras que la izquierda se felicita por el socialismo de Francisco, los liberales hacían lo propio con el santo polaco, sin atender a sus matices. Y siempre los hay, también en el Pontífice actual: elogia a los empresarios, citándose a sí mismo (123) y defiende la propiedad privada como lo podría hacer cualquier liberal, destacando el “sentido positivo que tiene el derecho de propiedad: cuido y cultivo algo que poseo, de manera que pueda ser un aporte al bien de todos” (143). Eso es el mercado, donde la clave es el respeto a la propiedad, amparada desde los Diez Mandamientos.
Estos matices aparecen en otros asuntos clave de la encíclica que guardan relación con el liberalismo. Por ejemplo, se dirá que cuando subraya la justicia y la caridad asociándolas con la política está apostando por el socialismo, pero el mismo pontífice recuerda que la justicia “significa que ningún individuo o grupo humano se puede considerar omnipotente, autorizado a pasar por encima de la dignidad y de los derechos de las otras personas singulares o de sus agrupaciones sociales” (171). Es una abierta admisión del liberalismo, centrado, precisamente, en la defensa de esos derechos, mientras que todas las variantes del socialismo propugnan su vulneración, en mayor o menor grado.
Es cierto que el Papa nos habla con admirada emoción del Buen Samaritano, pero en ese mismo contexto aclara que no tiene una posición determinada: “no hay una sola salida posible, una única metodología aceptable, una receta económica que pueda ser aplicada igualmente por todos, y supone que aun la ciencia más rigurosa pueda proponer caminos diferentes” (165).
Una sospecha final. Es posible que Francisco, al que algunos ven como un vendido a la izquierda, pueda actuar entre esos declarados enemigos de la Iglesia como una suerte de caballo de Troya. Les arrebata el monopolio de banderas que creen suyas, como la paz, el indigenismo, el ecologismo, el feminismo, el rechazo a la pena de muerte y al economicismo, etc. Eso es cierto. Pero lo hace sin renunciar a ninguna bandera importante, y dejando mensajes que son veneno para la izquierda, como la condena al relativismo moral.
Me permito terminar por el principio de esta encíclica, a saber, por su título. Si somos todos hermanos, no les será fácil a los antiliberales de todos los partidos convencernos de que la Iglesia rechaza la opción liberal de respetarnos a todos.