Mis buenos amigos curas, que no son pocos, saben lo que los estimo y aprecio. Por eso, no se enfadarán con el “experimento” que propongo hoy a los lectores: un domingo cualquiera, a la salida de misa, hacerle una sencilla pregunta a los feligreses: “¿De qué ha hablado hoy el cura?”.

Es sorprendente: muchísimos fieles te responderán que “no sé” o, queriendo ser caritativos, añaden “pero ha sido bonito”. Lo digo porque yo, que soy de esos extraños casos que atiende en la misa y, en especial, en la homilía, muchas veces no entiendo absolutamente nada de lo que se ha predicado. O, peor aún: lo he entendido, pero me ha parecido intrascendente, aburrido y rutinario.

Algunas personas creen que La Sexta da información.

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Me recuerda a aquel lector asiduo de un conocido semanario de un arzobispado quien, con frecuencia, me recomendaba su lectura. “Ah, muy bien”, le respondía. “¿Qué artículos te han gustado más?”, le preguntaba. “Bueno, sólo he leído los titulares, pero tenían buena pinta. Seguro que a más de uno les servirá”, contestaba. A los otros, puede que les sirva, porque él no parecía estar por la labor de leerlos.

Muchísimos fieles te responderán que “no sé” o, queriendo ser caritativos, añaden “pero ha sido bonito”.

Permítanme que lo diga: en España, los curas predican mal y, con frecuencia, muy mal. No faltará el lector que me diga que en tal o cual parroquia hay un cura estupendo que predica a las mil maravillas. Por supuesto que los hay y es un motivo de alegría, pero me temo que son los menos. Ésa es, al menos, mi experiencia, y he visitado no pocas parroquias.

En la mayoría de los casos, las homilías no pasan de ser una repetición monótona de frases hechas, generalidades vagas, consejos morales más o menos ambiguos y palabras en desuso que ni se sienten ni se entienden. ¿Es eso lo que necesita el feligrés medio que sólo escucha hablar de Dios media hora a la semana?

Decía Unamuno que el principal problema de los políticos y de los curas es que hablan para auditorios que consideran convencidos. Se ve que en la época del profesor de Salamanca, las predicaciones ya dejaban mucho que desear. Pero creo que tenía razón.

Un domingo cualquiera, en misa de doce, entre los cientos de fieles que asisten, habrá adúlteros, ludópatas, alcohólicos, egoístas, envidiosos y pecadores varios. Ese padre de familia, que parece ejemplar con su mujer y sus tres hijos, resulta que está liado con la secretaria. Aquella chica joven se quedó embarazada hace unos meses, pero se tomó la píldora para “resolver el problema”. Esos tres adolescentes de la esquina tienen cara de resaca porque, efectivamente, esta mañana llegaron borrachos a casa y con algún porro de más. Ese joven taciturno está completamente enganchado al porno en internet, y no sabe cómo salir de él. La chica del último banco es anoréxica, se encuentra sola en la vida y está cayendo en una depresión, porque siente que no le importa a nadie.

Y van a misa, quizás por rutina, quizás por obligación, quizás deseando encontrar un bálsamo para sus heridas, quizás buscando que alguien les alivie del peso de la culpabilidad que arrastran, y tal vez solo hallen unas palabras frías, impersonales, huecas, rutinarias, repetitivas. Esos feligreses, ¿son católicos incoherentes, “hipócritas”, fariseos? ¿O tal vez sean débiles pecadores que no saben o no pueden dejar atrás su pecado? Sólo Dios conoce el corazón de cada hijo suyo.

Pero me temo que muchos de ellos no encuentran las palabras de consuelo, de ánimo y de fuerza que esperarían encontrar en la Iglesia. Y usted, ¿sabe de qué habló el sacerdote en su última misa?

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