Desde hace ya un tiempo, en torno al cambio se siglo, la mentalidad mercantilista y crematística (lo único importante es ganar mucho dinero a toda costa) se ha ido imponiendo en capas cada vez más amplias de la sociedad hasta saturar la opinión pública y afectar a los más jóvenes.

Las universidades se han llenado de aspirantes a nóminas obesas, y los planes de estudio se han ido plegando a los intereses del “cliente” y a las demandas de las grandes empresas. No creo que haya habido una prostitución tan clamorosa en toda la historia de la Universidad, que se ha convertido en una mera proveedora de mano de obra barata -y en muchas ocasiones casi gratuita- al mercado, que ha aprovechado la reciente crisis económica para establecer un nueva clase proletaria de titulados universitarios, que con la lógica liberal de “O lo tomas o lo dejas,… eres libre”, ha sentado las bases de una neoesclavitud globalizada de titulados que exhiben dobles grados, masteres varios y diversos méritos devaluados hasta el fango.

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En este horizonte tan poco motivador, los estudios humanísticos en general, y del grado de Humanidades en particular, se han vaciado de alumnos por razones obvias. El mercado no ofrece éxitos profesionales en ese campo tan poco rentable en términos económicos inmediatos.

El mundo se ha convertido así en un gran mercado de analfabetos que mueven billones de dólares pero a los que no les interesa saber quiénes somos, qué queremos, para qué estamos hechos

El perfil del alumno de humanidades es el del que desea conocer, que disfruta sabiendo, como un fin en sí mismo que le procura un placer intelectual y un crecimiento personal. Pero no hay nóminas disponibles para el que quiere ser un sabio, un hombre culto inclinado a interpretar el mundo, la historia y la cultura. No se le ve la rentabilidad económica por ningún lado.

El mundo se ha convertido así en un gran mercado de analfabetos que mueven billones de dólares pero a los que no les interesa saber quiénes somos, qué queremos, para qué estamos hechos, hacia dónde vamos o por qué hacemos lo que hacemos.

Pero este es un callejón sin salida, vivimos ya en una distopía que no tiene ningún futuro. O el cambio o la destrucción. Y ante esa inminente disyuntiva, los escasos estudiantes de Humanidades, Filosofía, Historia del Arte,… se convertirán en la joya de la corona, en las únicas antorchas encendidas, en los caballeros Jedi que tendrán que liderar los grandes cambios, los nuevos rumbos, y muchas empresas tecnológicas de vanguardia pelearán por tener en sus cabinas de mandos a los mejores humanistas. De hecho ya es así en algunas empresas, que sin abandonar su criterio de rentabilidad, se han dado cuenta de que son más competitivas con humanistas al frente de muchos de sus departamentos.

Las escasas universidades que en vez de ir cerrando sus aulas humanísticas las están potenciando se llevarán el gato al agua en un futuro no muy lejano. La sociedad no tiene ningún futuro sin humanistas, sin hombres sabios que marquen el camino de un progreso real, que nada tiene que ver con el progreso actual, que deja millones de descartados por el camino. Si nos asomamos a la ventanilla del tren, ya podemos ver el fin del trayecto. Doloroso, como todo cambio de época.

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Doctor en Humanidades por la Universidad CEU San Pablo y licenciado en Filosofía por la Universidad Pontificia Comillas. Profesor Adjunto de Narrativa Audiovisual en la Universidad CEU San Pablo. También es miembro del Círculo de Escritores Cinematográficos (CEC), Director del Departamento de Cine de la Conferencia Episcopal Española y Presidente de Signis-España. Actualmente colabora en varios programas de la cadena COPE y en 13 TV dirige y presenta El cineclub de TRECE y Pantalla Grande. Dirige la revista digital de crítica de cine Pantalla 90. Crítico de cine de 'Alfa y Omega', 'El Debate de Hoy', 'Aceprensa' y 'Fila Siete'. Director de la colección de cine de Ediciones Encuentro. Autor de diversas monografías.