Hay, en esta época, dos formas de perseguir a los cristianos. La clásica: Encarcelándolos, torturándolos y matándolos; la soft: sacando leyes que niegan sus derechos, y expulsando de los colegios el conocimiento y la práctica de la doctrina cristiana.
De la primera forma tenemos incontestables pruebas que, en pleno siglo XXI, dejan pequeñas las persecuciones de la antigua Roma. En el último año, 3.000 cristianos fueron asesinados, 260 millones fueron perseguidos y más de 10.000 templos fueron atacados. Los nuevos césares son los dirigentes comunistas de la China de Xi Jingping o Corea del Norte; o los líderes islamistas de Somalia, Libia, Pakistán y el África subsahariana. Y los circos romanos son ahora populosas urbes de Asia, o aldeas en la selva africana donde el cristiano se arriesga a perecer si no renuncia a su fe.
La segunda forma de emular a Diocleciano es más sutil, pero no menos efectiva: legislando contra el cristiano, sacándolo de la vida pública y empujándolo a la catacumba. En este caso el nuevo emperador romano puede ser Giscard d’Estaing -¿lo recuerdan?- vetando la alusión al cristianismo en la Constitución Europea; o la ministra Celaá dando al César lo que es de los padres y desactivando la asignatura de religión.
Si la religión ya no cuenta, si no es evaluable, se está repitiendo la escena de Diocleciano exigiendo que se hinque la rodilla ante su escabel
Si ya esa materia ya no cuenta, si no es evaluable, si se sustituye el conocimiento de Dios por el Código de Circulación, las Normas de Urbanidad, el culto a la diosa Gaia (también llamado Cuidado del Medio Ambiente), y otros becerrillos de oro… se está repitiendo la escena de Diocleciano exigiendo que se hinque la rodilla ante su escabel.
En ese consiste el laicismo. En quitar de la peana al Creador, negar el derecho de todo ser humano a la trascendencia y poner en su lugar al gobernante de turno, o al totalitarismo de turno (Nerón, Mao, Stalin… etc.)
Lo explicaba el ensayo Poder terrenal, del historiador británico Michael Burleigh. Decía que desde la Ilustración, lo sagrado ha sido depuesto en Europa y que Dios había sido enviado al trastero, entre mueblajos inservibles. Pero, como no existe el vacío, ni en la Naturaleza, ni en la sociedad, ni en el corazón del hombre, el Dios destronado es inmediatamente reemplazado por los ídolos. En este caso, por las ideologías totalitarias, con sus sumos sacerdotes, sus dogmas y sus anatemas.
Incluso en el Occidente actual, décadas después del crepúsculo de los dioses nazis y comunistas. Incluso en una época del máximo relativismo como la nuestra. Todo es relativo, pero las nuevas ideologías tienen ínfulas de absoluto: pretenden no ya gobernar a los pueblos, sino cambiar la naturaleza humana (ideología de género, transhumanismo).
El laicismo, ojeroso vampiro decimonónico, que Zapatero sacó a pasear, y que Sánchez pretende imponer, a través de la ley Celaá, supone una sacralización del Estado, una extralimitación del poder hasta extremos omnívoros. Cuando el Estado no tiene la misión de regular la vida y las cabezas de las personas, sino solo de dirigir un poco el tráfico. En todo caso, lo que el Estado debe hacer es que “reine el orden e impedir que la sociedad se convierta en un infierno, pero no tiene en sus manos la llave del paraíso” como apuntaba Philippe Nemo.
El laicismo dinamita derechos humanos, la dignidad inatacable de la persona o el sentido profundo de la libertad
La nueva persecución al cristianismo será todo lo soft que se quiera, pero tiene un precio. Supone la negación de Occidente, incluidos los derechos humanos, la dignidad inatacable de la persona o el sentido profundo de la libertad, o la caridad que practican las monjas dando posada al peregrino, de beber al sediento o de comer al hambriento, legado todo ello de la cultura cristiana. Incluso los valores democráticos que constituyen la base del Estado moderno tienen un sustrato cristiano. El laicismo equivale a dinamitarlos.
En eso estamos. Europa reniega de su ADN y se ha convertido en una carcasa sin alma, con terrible complejo de inferioridad, que ha perdido las ganas de vivir, y por eso no es fecunda -ni ideas, ni en hijos-. Una Europa que se auto desprecia hasta el punto de que ha decidido retirarse al cementerio demográfico de los elefantes. Todo ello convierte a esta sociedad cobarde y envejecida en blanco perfecto para los nuevos bárbaros. Casi nadie habla estos días, en que pandemias y vacunas copan todos los telediarios, de la amenaza islamista, con esos atentados con cuenta gotas, que siguen golpeando a Francia, recordándonos que huelen nuestra debilidad y nuestro miedo.
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