Ya saben ustedes que lo que el globalismo imperante llama ‘diversidad’ en su orwelliano newspeak consiste en que todos acabemos pensando lo mismo. Está muy bien y es muy elogiable la variación de colores de piel, usos gastronómicos, festividades y otros aspectos folclóricos más o menos irrelevantes, pero el planeta entero debe someterse sin condiciones al pensamiento único, a la religión woke.
Cuando más fuerte es un país, más puede durar su resistencia pero, al final, toda resistencia es fútil: o cedes o te conviertes en el enemigo a batir de Occidente. Y Japón, tras décadas de callada resistencia, ha elegido la primera opción. Y es que resulta que la Constitución japonesa define el matrimonio como la unión de dos personas de sexos opuestos, y ahora un tribunal, en una decisión transcendental para el país, ha decidido que ese artículo de la Constitución es anticonstitucional. Japón se une así al siempre creciente número de países que legaliza la ficción del matrimonio de personas del mismo sexo. Hasta ahora, Japón era el único país del Grupo de los Siete países más desarrollados que mantenía el mismo régimen matrimonial en uso desde hace milenios en todo el planeta.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraEs el lado correcto de la Historia, nos dicen, y lo que vemos en la práctica es un itinerario que acaban siguiendo, paso a paso, todos los países que dan el primer paso. Detrás viene todo lo demás, el panorama enloquecido de tribalización que vemos en el Estados Unidos de Biden o en nuestro propio país.
Lo más irónico de todo el asunto es que la Constitución japonesa fue directamente una imposición de los norteamericanos vencedores tras la aplastante derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial
Una tenía ciertas esperanzas puestas en Asia, para qué lo voy a negar. Mantienen aún cierto apego a sus tradiciones, son lo bastante ajenos a nuestros usos como para resultar inofensivamente exóticos en sus exenciones de las locuras occidentales y, sobre todo, tienen delante de los ojos la cuesta abajo que se abre ante ellos, el pandemonium de destrucción de la familia y la cohesión social.
Porque no es cosa que vaya necesariamente de abajo hacia arriba, como se supone que deben andar las cosas en una democracia, sino que se trata de ocurrencias que las élites globales infligen a sus pueblos. Véase el caso de Taiwán, muy ilustrativo. Hace algunos años, el gobierno de la isla convocó un referéndum preguntando al pueblo si se debía permitir el matrimonio de personas del mismo sexo e introducir los derechos LGTBQ en el plan de estudios de los colegios. El resultado fue bastante elocuente: el electorado rechazó la idea por abrumadora mayoría de dos tercios. Y entonces el Gobierno decidió que le daba exactamente igual la opinión de los atrasados y cavernícolas votantes y aprobó las dos medidas por sus santas narices.
La cosa se explica fácilmente y la razón se reduce a un nombre: República Popular China. Todos los países del ‘mundo libre’ estamos más o menos bajo la protección de Estados Unidos, pero no todos tienen tan cerca un poderosísimo enemigo decidido a devorar el país en cuanto tenga ocasión. Así que es mejor no disgustar al ‘primo de Zumosol’, sobre todo en algo que está tan empeñado en exportar hasta el último rincón de la tierra.
Lo más irónico de todo el asunto es que la Constitución japonesa fue directamente una imposición de los norteamericanos vencedores tras la aplastante derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial, y en ella se especifica muy claramente que “el matrimonio se basa en el consentimiento de ambos sexos”. ¿Y por qué tenían los gringos tanto interés en especificar lo que por entonces resultaba obvio? Porque para los japoneses de entonces no lo era; no, al menos, la parte del “consentimiento”. Washington estaba entonces en pleno empeño de “empoderar” a la mujer y en el caso japonés se trataba de luchar contra los matrimonios concertados.
El argumento ahora es que el legislador de entonces quería hacer hincapié en eso, en el consentimiento, y que lo de los dos sexos se puso porque entonces era inimaginable cualquier otra cosa, lo que no deja de ser cierto, sencillamente porque es una imposibilidad previa a la institución matrimonial.
Lo triste, al fin, es que Japón tendrá que tragarse esta nueva innovación venida del otro lado del Pacífico y contraria a sus tradiciones y su Constitución por la misma razón que tuvo que tragarse la Constitución que les gobierna: porque los otros son más fuertes.