
Elisa Beni, periodista y tertuliana, ha explicado por qué no ha querido tener hijos. Bien, no voy a fingir que he derramado profusas lágrimas oyéndola justificar esa personalísima decisión que, si bien no me parece improbable que lamente a no mucho tardar, el acervo genético lo agradece.
No, la verdad es que lo que haga Elisa Beni con su vida no tiene un interés cósmico; ni siquiera creo que afecte a la vida de dos o tres personas, a todo tirar. Lo interesante, en cambio, es lo que tiene de sintomático su breve discursito, y que representa, estoy segura, un cuadro bastante fiel de la visión postmoderna occidental resuelto en unas pocas pinceladas.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraDos cosas, sobre todo. La primera, Beni considera injustas muchas cosas que no dependen en absoluto de la acción social o política o siquiera del ser humano. Esto es muy de nuestra época. En las anteriores, al menos en teoría, se buscaba con las distintas ideologías instaurar en la comunidad política la forma más perfecta de justicia humana. Pero a nadie se le ocurría enmendarle la plana a la naturaleza. No así Beni. A Beni le parecen injustas las circunstancias inevitables de la procreación humana, que viene a ser como considerar injusta la Ley de la Gravedad o el Principio de Arquímedes.
Sin embargo, lo vemos en todas partes. La Revolución, en su esencia, no es ya una revuelta contra este o aquel régimen, sino contra la realidad. El revolucionario clásico, por ejemplo, aspiraba a que todos los seres humanos fueran iguales ante la ley, lo que se puede conseguir de un plumazo y, de hecho, estaba logrado hasta la aprobación de la Ley de Violencia de Género. Pero el progresista, el revolucionario postmoderno, cuestiona las propias condiciones de entrada, es decir, la naturaleza, la realidad. De ahí que HazteOir.org pudiera liarla parda escribiendo una tautología pueril, cuya afirmación no se hubiera entendido, por demasiado obvia, en ningún otro tiempo: que los hombres tiene pene y las mujeres, vagina. Y los caballos, cuatro patas. Un caballo cojo no invalida esa verdad general.
¿Tengo que añadir a estas alturas que el intento de contrariar a la naturaleza por decreto tiene cero probabilidades de salir bien, pero muchas de prepararnos un futuro de pesadilla?
Esos maromos que se están subiendo a todos los podios del deporte femenino con la excusa de que ahora se llaman Linda o Nancy son reflejo de la ‘filosofía elisabeniana’ que pervade toda nuestra consciencia colectiva, por poner un ejemplo llamativo. Pero abundan, están por todas partes. ¿Tengo que añadir a estas alturas que el intento de contrariar a la naturaleza por decreto tiene cero probabilidades de salir bien, pero muchas de prepararnos un futuro de pesadilla?
El segundo elemento significativo del discurso de Beni es quizá el más terrible, e igualmente típico de la mentalidad dominante: entender el niño como un inconveniente, un enemigo, un parásito. Si una forma de vida inteligente extraterrestre la oyera hablar, jamás podría adivinar que se está refiriendo a ser humanos y al único sistema por el que vienen al mundo. Parece estar refiriéndose a un enfermedad, a un tumor o, en el mejor de los casos, a una molestia ocasionalmente necesaria. No, en cualquier caso, a la propia Elisa Beni que, déjenme adivinar, no llegó al mundo como Atenea, saliendo de la cabeza de Zeus ni se la encontraron chiquitita debajo de un repollo.
La nuestra es una civilización cada vez más hostil al niño: se le evita a toda costa con los anticonceptivos, se le mata con el aborto, se le roba la infancia con una sexualización precocísima y perversa. Y ser hostil al niño es ser hostil al ser humano, instrumentalizarlo, ya se le considere una ventaja -como productor, por ejemplo, o como consumidor- o como un simple estorbo. Si algo así no merece el nombre de Cultura de la Muerte, no espero ninguna que lo merezca con mayores honores. El niño acaba por ser un producto de consumo más, un accesorio para el que pueda permitírselo, siguiendo especificaciones concretas y proyectando en él todos nuestros caprichos y moldeando su ‘identidad’ al gusto del consumidor. Quien paga, manda.
Por supuesto, con una mentalidad así la tasa de natalidad no puede ser sino suicida, desde el punto de vista social. Eso es absolutamente desastroso, peor para la supervivencia de la comunidad que una peste o una guerra, pero tiene, como todo en este bajo mundo, sus pequeñas compensaciones. La mayor es que nos asegura que la población futura no estará mayoritariamente compuesta por personas con las ideas y proclividades de Elisa Beni. No deja de ser curioso que el progresismo nunca haga ese cálculo: que presuman ser heraldos del pensamiento futuro y no se den cuenta de que, sin hijos, son ya el pasado, y un pasado especialmente muerto. ¿Quiénes creen que heredarán la tierra? ¿De quién imaginan que serán los ciudadanos del mañana, sino de quienes hayan tenido hoy más hijos, que no son parejas especialmente progresistas?
Las máquinas paridoras con las que sueña Beni -la ilusión tecnológica es otra de las claves de su discurso- son perfectamente imaginables, pero tienen poca salida. No imaginamos mucha demanda, existiendo una alternativa tan barata y enriquecedora. Por lo demás, si se generalizara, ¿para qué cree Beni que las usarían los poderes de este mundo?