La más agresiva y tiránica de las tribus de la progresía, los ‘transgénero’, están ya librando una de esas guerras intestinas, al margen de la opinión pública -más que nada, porque los medios que deciden qué es ‘opinión pública’ han decidido que estas batallas mortales no existen- con el grupo en disminución de feministas de la vieja escuela que no están por la labor de ver cómo unos varones les arrebatan sus (supuestas) conquistas con el mero truco de decir que ellos también son mujeres.

Ya han encontrado en Estados Unidos, cuna de todo absurdo postmoderno, nombre para estas feministas que, en medio de su absurda mitología, aún retienen alguna dosis de sentido común: TERF, de las siglas en inglés de Feministas Radicales Excluyentes de los Trans.

Algunas personas creen que La Sexta da información.

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Lo último que he leído de esta lucha sorda ha sido sobre un grupo de activistas trans que han crucificado una rata en la puerta de un refugio para mujeres violadas de Vancouver, en Canadá, en protesta porque el centro no acoge -en perfecta lógica- más que a mujeres ‘biológicas’ -¡que haya que hablar así, ay!- violadas.

Mi primer instinto ante estas escaramuzas es comprarme una bolsa gigante de palomitas y disfrutar del espectáculo. Después de todo, desde que escribo para Actuall me estoy convirtiendo en cronista de guerra en estos conflictos que dominarán más el panorama.

En este tiempo me he dado cuenta de dos dinámicas que dominan la progresía, el pensamiento culturalmente dominante o como ustedes quieran llamarlo. El primero que se trata de una especie de carrera contra la realidad. Cuanto más absurdo sea el principio en el que se basa un grupo para reivindicar su condición de víctima, más fuerza tendrá. Lo hemos visto recientemente con esas animalistas que impiden a los gallos fecundar a las gallinas alegando que es una “violación”, y se dedican a romper los huevos (literal y metafóricamente).

En el caso de los ‘transgénero’, empezó siendo un grupo estadísticamente insignificante de personas, varones en su abrumadora mayoría, que en el convencimiento de pertenecer al sexo contrario se sometían a costosos tratamientos hormonales y numerosas sesiones quirúrgica para, en casi todos los casos, convertirse en una versión muy estereotipada y extrema de ‘mujer’. Pero hoy ya no hace falta casi nada, basta la propia declaración, convenientemente registrada, aunque uno conserve la barba, además de atributos más conspicuos de su condición biológica. Y los géneros han pasado de dos a un número indeterminado que se acerca a la treintena.

Y la segunda dinámica es la continua tensión y previsible guerra de todos contra todos a medio plazo entre los que se cobijan bajo el paraguas de la progresía. La izquierda pretende liderar y pastorear grupos que, simplemente, no tienen nada que ver entre sí: otras razas aparte de la blanca, mujeres, inmigrantes, indígenas, animales, ecologistas, todo tipo de variedades sexuales, musulmanes… Lógicamente, todos estos grupos solo tienen en común cierto oscuro rencor hacia el hombre blanco nativo occidental, heterosexual y cristiano, el pastoreo de la izquierda y el muy humano y comprensible deseo de ser favorecidos con cuotas o subvenciones. O, en el peor de los casos, casito.

¿Qué pasa si las costumbres ancestrales de un tribu indígena -protegida, por tanto- entran en conflicto con los animalistas? ¿Y si los musulmanes quieren lo contrario de lo que apoyan los LGTB en un colegio? El resultado concreto de estas luchas nos indica en cada momento qué colectivo sube y cuál baja en la bolsa de valores de la progresía.

Y el más reciente de ellos es el que enfrenta a los ‘trans’ con las TERF. La ‘narrativa’ que une a las TERF vendría a ser algo así: las llamadas ‘mujeres trans’ -mucho más numerosas, por cierto, que los varones trans, algo a lo que alguien debería dar una explicación plausible- no son otra cosa que machos típicos que, en uso de sus privilegios patriarcales, pretenden ahora reivindicar los logros de la lucha femenina sin haber sufrido en modo alguno sus penalidades ni haber tenido, en fin, la experiencia de “ser mujer” obligatoriamente.

De estas falsas mujeres -en la visión de la TERF- hay dos categorías, a cual más irritante desde su punto de vista: el tipo ‘drag queen’, que en su imitación de las mujeres biológicas reproducen a extremos ridículos los peores estereotipos femeninos que las feministas lleva décadas tratando de desterrar, con sus maquillajes exagerados, sus taconazos inverosímiles y sus poses de feminidad caricaturesca. Son, a ojos de las TERF, en retrato mismo de la mujer que acusan a los hombres de mantener y fomentar.

Pero el segundo tipo es casi más indignante. Se trata de esa población creciente de ‘trans’ que, por decirlo deprisa, apenas se esfuerza y que, curiosamente, su cambio de sexo coincide con un súbito éxito -deportivo, casi siempre- en su carrera profesional.

No les auguro éxito alguno a las TERF, que tienen todas las de perder. En primer lugar, por lo que decíamos antes: porque son ‘el último grito’ en colectivos oprimidos, y eso cuenta mucho en una ideología que siempre quiere vivir en pasado mañana, y porque son un verdadero desafío al sentido común y la realidad, que es la esencia de la izquierda.

Pero, en otro sentido, es culpa en parte de las propias feministas, que ahora tienen que apechugar con las últimas consecuencias de sus propios planteamientos teóricos. Una de las autoras idolatradas por el feminismo, Simone de Beauvoir, decía que “no se nace mujer, se hace”, una de esas sentencias estúpidas que muchas feministas repiten con entusiasmo y que, en nuestro siglo, parece el espaldarazo definitivo de las ‘mujeres trans’, que, efectivamente, no han nacido mujeres. Se han pasado la vida explicándonos que el género es un ‘constructo cultural’ y que la ‘feminidad’ es una imposición del patriarcado, y ahora están horrorizadas cuando un grupo ha llevado el silogismo a su lógica conclusión. Quién iba a decir que las ideas tienen consecuencias.

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