
De las cientos de miles de familias que las restricciones contra la pandemia impedirán reunirse en Navidad, los Werking no creo que figuren entre las más apenadas. Al menos, no es probable que sientan cálidos sentimientos navideños para recibir a su hijo David, después de que este les haya hecho pagar una indemnización por daños que podría ascender a los 90.000 euros.
Y es que David, de 45 años, después de su divorcio volvió a casa de sus ancianos padres, que lo acogieron con todas sus posesiones materiales. Pero una de estas posesiones -o, mejor dicho, una colección de posesiones- escandalizó y desagradó al matrimonio hasta el extremo de que, sintiendo que no podían mantenerla dentro de su hogar, decidieron deshacerse de ella.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraY es que David había traído con él a casa de sus padres su preciada colección de pornografía, doce cajas de películas, revistas y juguetes sexuales, todo ello valorado en 29.000 dólares, que echó en falta cuando decidió mudarse a otra ciudad. Así que, ni corto ni perezoso, demandó a sus propios padres en los tribunales, que le dieron la razón e impusieron a los hospitalarios progenitores la indemnización ya mencionada.
Es una historia, lo sé, muy poco navideña, que dice pestes de nuestra civilización y no deja demasiado bien a ninguno de los protagonistas del sórdido drama.
A los padres no les reprocho que tiraran a la basura esa porquería, extraordinariamente dañina. Yo hubiera hecho lo mismo y sin un segundo de vacilación. Es su casa, después de todo, y el acto me parece completamente asimilable a echar a la basura un alijo de droga. Pero quizá su error fue no advertir al hijo de que no consentiría que entrar ese material en su hogar.
El hecho de que haya llegado a los tribunales es en sí mismo un síntoma de algunas de las razones por las que esta civilización está irremisiblemente llamada a la desaparición
El juez debería haber mandado al pornoadicto a freír espárragos o incluso dar la razón a sus padres. Después de todo, los jueces norteamericanos tienen un margen de discrecionalidad mucho mayor que los europeos. Pero tampoco aquí conviene cargar las tintas: la primera juez que recibió la demanda hizo caso omiso de las quejas del hijo desnaturalizado. Pero David fue tan insistente que envió más de 40 correos electrónicos detallando los títulos de las películas que nunca podrá recuperar, así que, finalmente, el juez federal de Michigan, Paul Maloney, se hizo cargo del caso y actuó como en cualquier otro caso de destrucción de propiedad privada, sin consideraciones sobre la propiedad en cuestión, el parentesco del demandante con los demandados o las condiciones vitales de ambos, y dio la razón al ‘coleccionista vengativo’.
Los padres de David se lo pusieron fácil, porque ‘cantaron’ a la primera: reconocieron su ‘crimen’, reconociendo haber tirado la colección de su hijo «por el bien de su salud mental», tal y como hubieran hecho si se hubiera tratado de «cajas con droga».
No pretendo que el caso de los Werking sea representativo. Espero sinceramente que no. Pero el hecho de que haya llegado a los tribunales es en sí mismo un síntoma de algunas de las razones por las que esta civilización está irremisiblemente llamada a la desaparición.
La universalización de la pornografía es una de ellas, y tengo para mí que el hecho de que un adulto cuarentón y casado mantuviera en su hogar conyugal doce cajas de porno no fue algo totalmente ajeno a su divorcio, en primer lugar.
Lo de las cajas es, quizá, un detalle de coleccionista poco habitual. La adicción a la pornografía, por desgracia, no lo es tanto. Solo que hoy el soporte físico es innecesario y es más común que lo que se llena quepa cómodamente en un pen. El daño total de la pornografía sobre la psique individual y sobre la sociedad en general está por evaluar, pero puedo garantizar que no es baladí en absoluto, y el hecho de que un adulto acogido por sus padres en un momento de dificultad emocional y, suponemos, económica, valore su colección de guarradas por encima de la relación con quienes le han dado la vida no es menos significativo.
En un sentido, David Werking es el prototipo del ciudadano en el que les gustaría convertirnos a todos nuestras élites políticas y económicas: un individuo enganchado a sus vicios, solitario, indiferente a los lazos familiares, que hace del poder árbitro de conflictos que hace no tanto se hubieran solventado en privado: un indivuo aislado y débil, fácil de convertir por tanto en un súbdito dócil y aborregado.