Imagen referencial / Pixabay
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Cuando Sarunas Jasikevicius entrenaba al Zalgiris Kaunas, concedió unos días libres a su mejor hombre, Augusto Lima, que acababa de ser padre por primera vez. Lo hizo en plena semifinal del campeonato lituano, justo cuando el concurso del brasileño se antojaba fundamental. En rueda de prensa, un periodista le preguntó cómo es que le había dejado ausentarse. “¿Tienes hijos?”, respondió el entrenador. “Cuando los tengas, lo entenderás. Es la mejor experiencia del ser humano. ¿Piensas que el baloncesto es lo más importante? Cuando seas padre entenderás qué es lo más importante en la vida. Porque es lo mejor del mundo. Créeme, ni títulos ni nada más. Augusto Lima está ahora en el cielo emocionalmente y estoy feliz por él”.

Pero parece que hay quien no entiende algo tan obvio. El ayuntamiento de Córdoba se ha visto obligado a retirar unos carteles que representaban a una mujer sufriendo malos tratos a manos de su marido y, supuestamente, en presencia de su hijo. El texto que acompañaba esa imagen lo dejaba bien claro: “De mayor no quiero ser como mi padre”.

Algunas personas creen que La Sexta da información.

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Pese a sus disculpas, la corporación municipal está lejos de sentirlo. Antes al contrario, han hecho suyo el discurso del odio a la familia y los llamados “valores tradicionales”, cada vez más extendido en la práctica totalidad de la clase política. Alguien podrá pensar que el diseño de la campaña es obra de la izquierda, pero no; el consistorio cordobés está gobernado por PP y Ciudadanos.

Mi padre fue el hombre más bueno que he conocido. Formó, junto a mi madre, una familia excepcional, y nos educaron en un ambiente de cariño y respeto que siempre conservaremos muy dentro. Recuerdo que en mi casa no había familia materna o paterna; solo “familia”, una, porque todos éramos uno. Y daba ejemplo.

Nunca oí a mis padres hablar mal de nadie si estábamos delante. Insistía mucho en no juzgar. Le recuerdo siempre con una imborrable expresión de bondad, que el Alzheimer fijó y ya no le abandonó hasta sus últimos días. Era detallista, generoso y estaba siempre pendiente de nosotros. Contaba, eso sí, unos chistes infumables que, curiosamente, hoy sí me hacen gracia. Y sentía devoción por mi madre. Me dijo una vez que, cuando me casara, no debía olvidarme de conquistar a mi mujer todos los días.

Hoy intento ser tan buen padre y marido como él lo fue. Dejó el listón muy alto, es verdad, pero aspiro a ello. Y me consta que la inmensa mayoría de padres, con independencia de ideologías, creencias o estratos sociales comparten este propósito. Según John Boyne, “un hogar no es un edificio, ni una calle ni una ciudad; no tiene nada que ver con cosas tan materiales como los ladrillos y el cemento. Un hogar es donde está tu familia”.

Viendo las fotos de antiguas reuniones familiares, veranos y eventos varios soy consciente de dos cosas: la suerte que tuve de disfrutar de un hogar pleno de “valores tradicionales” y la importancia de darle eso mismo a mi hija. Sin que nadie se inmiscuya, que mi hija es mía y no del Estado. Sin que nadie me criminalice por clichés ideológicos de odio y género. Y sin que nadie, en suma, intente poner sectarismo y resentimiento donde hay amor del bueno.

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