Si nos preguntaran en qué consiste el paisaje familiar para los españoles de la segunda mitad del siglo XX diríamos que unos actores (padres, hijos, el abuelo) en un escenario (el hogar), y rodeados de un atrezzo (entrañables objetos de la vida cotidiana). Esos objetos, sedimento del desarrollismo económico y de la cultura del ahorro y el esfuerzo, nos han acompañado durante años, y han constituido la sintonía sentimental de varias generaciones.
El utilitario y la lavadora, el Seat sescientos y la Agni, los pequeños televisores en blanco y negro, eran el decorado de la incipiente clase media. El marco en el que nuestros padres levantaron el país, dejándose la piel en el trabajo, dándonos una vida mejor que la que ellos habían tenido. El escenario en el que se desarrolló la vida privada.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraA los todoterrenos de ahora les sobran aparatos y les faltan niños. Mucho cinturón y pocos mocos
La vida, escribía Julián Marías, es ante todo vida privada. “Si se la destruye, se destruye la vida sin más, se la despoja de su condición humana”. Significativamente, tituló ‘La muerte de la vida privada’ su crítica de la película Doctor Zhivago, ambientada en la revolución bolchevique. Pero no sólo Lenin o Stalin querían matar la vida privada. El discípulo de Ortega advierte que, de forma más sutil, eso mismo es lo que pretenden muchos gobernantes -lobos totalitarios con piel de cordero democrático-, al meterse donde nadie les llama, a teñirlo todo de política e invadir la esfera familiar para decirnos lo que tenemos que hacer.
Allá por los años 70 u 80 del siglo pasado, la cocina y el comedor eran inconcebibles sin los platos transparentes de Duralex. Una vajilla que nunca se hacía añicos. Y las familias, sin su utilitario. Este venía a ser la prolongación del hogar, donde cabían el cochecito del bebé (siempre había un penúltimo bebé en la era del babyboom) y el capazo con los pañales. El coche era, todavía, un ámbito de libertad. La cabina del turismo sustituía a la sala de estar y cantabas al ritmo del casette, cuya cinta había que enrollar cada vez con la punta del Bic, jugabas con los pequeños a las adivinanzas, entre el olor a gasolina y a tortilla de patata, siglos antes de que existieran los DVD portátiles.
Primero fueron los modestos Seiscientos -tan irrompibles y sempiternos como Duralex-, o los Gordinis; luego, los pequeños pero correosos R-8; después los Milcuatrocientostreinta. Ya en los años 80 vinieron las rancheras de Renault, cuando aún no existían los monovolúmenes. En aquellos modelos de Citroën, o de Seat, había sitio. No porque los hicieran espaciosos, sino porque la civilización no había entrado con sus normas Rottenmeier, y la cabina era una confortable leonera donde no existía la obligación de llevar sillitas homologables, cinturones de seguridad y tropecientos dispositivos más, no menos absurdos y agobiantes.
A los todoterrenos de ahora les sobran aparatos y les faltan niños. Mucho cinturón y pocos mocos. Mucho CD y poca charleta. Mucho DVD y pocas risas y/o lloros. Mucha norma y poca vida.
Cierto que recuerdas tu adolescencia y se te eriza el vello rememorando los calores de la carretera, camino de Salou, Comarruga, la playa (o el pantano) de San Juan. Cuando el único aire acondicionado era el manillar de la ventanilla que, en virtud de la ley de Murphy, se atascaba cuando el sol llegaba a la mitad de su carrera. Cuando se quemaban los manguitos y el coche te dejaba tirado en mitad de la nada, sin más sombra que unos cardos polvorientos y el siguiente pueblo quedaba a veinte kilómetros.
Con el coche ibas a Urgencias a coser la enésima brecha del enésimo hijo; o conocías España, que no era Dinópolis, terra-aventura y otras chuchameladas de importación, no. España era un doncel, y la silueta de un toro, las letras amarillas de John Deere sobre la chapa verde del tractor, y un motocarro repartiendo La Casera.
La familia era el coche. Y también la mesa, esa mesa de formica, o de madera y con hule; mesas intergeneracionales, con el abuelo pegado al transistor, las hijas adolescentes discutiendo por su armario sin fondo y el pequeño en la trona jugando a los barcos con los gajos de naranja.
Mesas vividas, de comidas ruidosas y cálidas y discusiones cálidas y ruidosas. La comida, la cena o la merienda (merienda de pan, chocolate y Gaby, Fofo y Miliki) constituían un puro pretexto. El garbanzo era la excusa de los padres para ver crecer a sus hijos. Las sartenadas de patatas, un pretexto, rico pretexto, para que los críos se explayaran contando la pertinaz ojeriza que les había cogido la profe de Química. Mesas donde flotaban el humo y las risas y en las que siempre cabía un plato más para un amigo, porque donde comen seis comen siete…
Mesas con las huellas del Bic en forma de tablas de multiplicar y caricaturas, huellas del Juego de la Oca y las lecciones de Física, entre la casilla de la muerte y el principio de Arquímedes, huellas del mus con el que aprendimos a guiñar el ojo. Ya se sabe: familia que hace trampas unida permanece unida.
La familia eran las vajillas verde y ámbar, el vino con gaseosa, el Monopoly, el Mecano, Verano azul, los cuadernos Rubio; y la mesa, y la misa, y el trastero con las bicis, y una caja de Juegos Reunidos Jeyper; y el lecho conyugal, y las literas, y las paredes del pasillo con roces de cochecito y un monigote dibujado. Algo grandioso y a la vez menudo y cotidiano. El amor nunca es una idea abstracta, sino algo material y cercano: tan cercano como el decorado de esa maravillosa comedia que es el hogar.
Era como otro mundo. Un mundo donde no existía whatsapp, ni la realidad virtual, ni la globalización, un mundo menos de mentirijillas que el de ahora
He recordado todo esto ahora que acaba de quebrar Duralex, el acero del vidrio. Aquellas tazas y vasos, que años más tarde acertó a reconstruir la serie de televisión Cuéntame. Era como otro mundo. Un mundo donde no existía whatsapp, ni la realidad virtual, ni la globalización, un mundo menos de mentirijillas que el de ahora. Un mundo más recio, menos líquido, como escribe Ana Pedrero en ABC refiriéndose a Duralex: “Siendo niña, llegué a pensar que de verdad eran irrompibles, como rezaban sus anuncios en la tele. Que no había hielo ni fuego en la tierra que los reventase. Irrompibles como los hombres y las mujeres de esta tierra mía, corazones de vidrio ámbar y verde”
He recordado todo esto viendo en un álbum de fotos el primer Seat Milquinientos de mi padre, con el emblema de médico (el bastón y la serpiente) en el parabrisas, no para presumir sino por si alguien requería sus servicios, cuando las carreteras de España, casi sin arcenes, eran recorridas por familias numerosas, maletillas haciendo autoestop y buenos samaritanos.