La orquestada estrategia de Krysztof Charamsa, respaldada por un poderoso lobby gay católico, para confesar su homosexualidad presentando también a su pareja y así reventar el inicio del Sínodo de la Familia sigue provocando reacciones desde el entorno católico. Una de las más contundentes ha sido la del sacerdote Mauricio Patriciello, un italiano muy conocido en su país por su enfrentamiento con la mafia napolitana.
Desde hace años, Patriciello ha encabezado una protesta en la zona de Nápoles: la degradación medioambiental debida al enterramiento de grandes cantidades de residuos industriales tóxicos, prácticas protegidas por la Camorra. Por ello, se ha enfrentado a todo aquel que por acción u omisión no ha hecho nada para cambiar esta situación. Ya sea con la propia mafia con los políticos locales, regionales e incluso contra el primer ministro, Mateo Renzi.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraCon esa misma claridad con la que se enfrenta a la mafia, este sacerdote ha hablado sobre el ‘escándalo Charamsa’ a través de una carta que no tiene desperdicio. “Me alegro de que se haya descubierto. Respeto su vida privada. Pero el espantajo de la homofobia que está intentando agitar a los cuatro vientos no viene a cuento. Insistir en ello es deshonesto”, llega a asegurar Patriciello.
De hecho, deja muy claro a Charamsa que “nadie tiene derecho a confundir al prójimo” ya que cuando éste se ordenó asumió una serie de compromisos, como la castidad. Por ello, su carta es también una reflexión sobre la fidelidad sacerdotal y el sentido de la pureza.
Carta íntegra de Maurizio Patriciello recogida por Religión en Libertad
«Nadie tiene derecho a confundir al prójimo. Sobre todo a los menos preparados cultural, espiritual o psicológicamente. En vísperas del sínodo sobre la familia, un monseñor polaco -un hermano mío- pensó que había llegado el momento de revelar al mundo que es gay. Sin duda, el momento era el menos oportuno. La pregunta surge espontáneamente: ¿por qué no lo hizo antes? Entretanto, como era previsible, la noticia «picante» da vueltas por las redacciones, por las diócesis, por la red. Los comentarios se multiplican. No entraremos, por ahora, en el meollo de la cuestión.
Durante el Sínodo sobre la Familia se afrontarán temas delicados que tienen al mundo católico atento y preocupado. Pero también lleno de fe y de esperanza. La Iglesia quiere ser madre para todos. No quiere que haya privilegiados. No quiere excluir a nadie de la misericordia de Dios. Jesús no es propiedad privada. El Papa Francisco ha sido clarísimo sobre esto.
El verdadero problema es otro. Este hermano mío confesó que tenía un «compañero». No sé qué quiere decir con eso. Si -como puede suponerse- quiere decir que tiene un compañero con quien ha establecido una relación afectiva, sentimental, sexual, se plantean algunas cuestiones.
Respeto su vida privada. Pero el espantajo de la homofobia que está intentando agitar a los cuatro vientos no viene a cuento
La Iglesia no la hemos inventado nosotros. La Iglesia es la esposa que escucha al Esposo. Para conocerle, amarle, servirle. La Iglesia camina con los hombres de su tiempo, a quienes lleva el anuncio gozoso de que «Jesús es el Cristo». Como es natural, la Iglesia pide a sus ministros que acepten algunas reglas. Sobre las que proceden de la Palabra de Dios no puede transigir. Sobre otras se podrá discutir. De ahí la necesidad de permanecer unidos.
Ningún creyente está obligado a consagrarse. La vocación es un don. Durante los años de la formación, y no una única vez, los candidatos al sacerdocio son invitados a repensar y replantearse la decisión que han tomado. El día de la ordenación, a todos se les pregunta si quieren vivir de una cierta manera.
El celibato que la Iglesia católica de rito latino nos exige a los sacerdotes lo hemos recibido con alegría. Libremente. Solemnemente. Lo hemos elegido nosotros. Todos hemos dicho, en alta voz y ante cientos de personas, que queremos vivir en castidad. Aun sabiendo bien que vendrían días en los que la castidad -como, por otro lado, cualquier estado de vida- se haría pesada. Todo eso lo sabíamos. Y justo por eso nunca hemos dejado de rezar, sabiendo que, solos, poco podemos hacer.
Lo dijo Jesús: «Sin mí no podéis hacer nada». Lo que podría significar: «Conmigo podéis escalar las cimas más altas con los pies descalzos… Podéis surcar los mares…». Esto vale para todos: casados, célibes, consagrados. Sin duda, todos pueden caer en alguna trampa. Todos, a lo largo de la vida, pueden tropezar. Todos pueden cambiar de ideas. Es importante, sin embargo, asumir la responsabilidad de las propias decisiones. Sin hacerla recaer sobre los demás. Sin hacerse pasar por víctima de un sistema atávico. Sin engañar al prójimo.
El «no» que el candidato al sacerdocio dice al ejercicio de la sexualidad es el pedestal donde se asienta el «sí» que ha dicho a Cristo, a la Iglesia, a los hermanos. Este argumento vale para todos, no sólo para los sacerdotes. Quien lleva ante el altar a su novia y le dice: «Te recibo como mi esposa y prometo serte siempre fiel…» está renunciando a todas las mujeres del mundo. A menos que quiera engañar. Pero entonces entraríamos en otro asunto.
El monseñor polaco no se ha descubierto gay en estos días. Imagino que ya lo era en el momento de la ordenación. No sé cómo ha hecho para responder a las preguntas de su obispo antes de que le impusiese las manos sobre la cabeza. Habría podido no acceder al sacerdocio católico, que estipula el estado de castidad para los sacerdotes. Más allá de cualquier otra consideración teológica y moral, es una cuestión de seriedad y de honestidad. La obligación de mantener la palabra dada vale para todos. Un sacerdote o un laico casado que esconden un amante son, simplemente, traidores. Si en vez de un compañero el monseñor polaco hubiese tenido una compañera, habría sido lo mismo.
Me alegro de que se haya descubierto. Respeto su vida privada. Pero el espantajo de la homofobia que está intentando agitar a los cuatro vientos no viene a cuento. Insistir en ello es ser deshonesto. Que Dios bendiga a todos».