Fotograma de la película 'Akelarre'.
Fotograma de la película 'Akelarre'.

Somos los que vemos. El cine y la televisión han resultado ser dos armas eficaces para dar la vuelta a la sociedad como si fuera un calcetín. La salsa rosa y la basura que trajeron las cadenas privadas en los años 90 en España convirtieron al espectador en plebe sumisa y a los gobernantes en domadores de circo. Con la tele en sus manos, los de arriba podían moldear a la obediente masa como si fuera plastilina. No en vano, el filósofo Karl Popper alertaba de que la caja tonta “ha reemplazado la voz de Dios”. Y tanto: lo que no sale en la tele queda condenado al no-ser, a la inexistencia. Y lo que dicta el telediario es verbum Dei.

La cultura de nuestros hijos, los chavales nacidos en el siglo XXI, se han nutrido de imágenes (tele, youtube) y no de letra impresa, y su Historia de España, por ejemplo, está hecha de clichés feministas y una visión anacrónica, reduccionista, y negro-legendaria de nuestro pasado. Y luego pasa lo que pasa. 

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Ese cóctel impregna las imágenes de la película Akelarre, de Pablo Aguero, que se ha llevado cinco Goyas. Trata de los procesos por brujería contra jóvenes de una aldea del País Vasco, en 1609. Ya saben: inquisidores despiadados, pobres doncellas acusadas de tratos con el diablo; un pulso entre la intolerancia y la libertad; entre el heteropatriarcado y el feminismo; entre la superstición y la ciencia. 

La película se inspira libremente en las memorias del juez Pierre de Lancre, enviado al país vascofrancés por el rey Enrique IV, a principios del siglo XVII. Lancre era, efectivamente, un alucinado que veía tratos con Satán por todas partes, que acusó a tres mil vecinos, y envió a la hoguera a seiscientos (tres de ellos sacerdotes).

Las condenas y ejecuciones no llegaron al límite de Francia o Inglaterra gracias… a la Inquisición

La fiebre anti-brujería, que dominó a la Europa del siglo XVII, prendió también en el norte de Navarra, pero las condenas y ejecuciones no llegaron al límite de Francia o Inglaterra gracias… a la Inquisición. Sí, la denostada y tenebrosa Inquisición, que aunque cometió abusos, era un tribunal y como todo tribunal estudiaba los casos, contrastaba las pruebas, interrogaba a testigos, y se regía por la razón y no por el fanatismo –que le atribuyen Hollywood y la leyenda negra-.

Basta recordar cómo resolvió el caso de las supuestas brujas navarras, el inquisidor Alonso de Salazar. Lo cuenta José Javier Esparza en su libro No te arrepientas. 35 razones para estar orgulloso de la Historia de España (el mismo que cité en un artículo sobre el 8M, una mina de información políticamente incorrecta, es decir de información). 

El tal Salazar se instaló en Sanesteban-Doneztebe (Navarra) y durante dos años se dedicó a interrogar a testigos y a buscar las pruebas de los hechos que se imputaban a las pobres mujeres. Al cabo, descubrió que los supuestos aquelarres no eran sino viejas e inofensivas pervivencias rurales de origen pagano; los brebajes satánicos, ungüentos y recetas de aldeana contra enfermedades reales o imaginarias; las amantes del diablo, mujeres con trastornos mentales -que obviamente no merecían la hoguera-; y las doncellas, a las que las madres o sus vecinas acusaban de orgías con el maligno, chicas que al anochecer “se escapaban de casa para tontear con algún pretendiente”. 

Una cosa era emborracharse a la luz de la luna o retozar en un prado y otra muy distinta invocar al Macho Cabrío. Y eso es lo que el padre Alonso de Salazar supo deslindar tras su minuciosa investigación. Frente a la superstición de quienes acusaban a mujeres de convertirse en gato o en un cuervo, de salir por un agujero en el que no cabe ni una mosca o de volar los aires, un tribunal eclesiático aportó la razón, estudió los hechos y puso sensatez en medio del clima de histeria colectiva que se apoderó de los vecinos de la zona.

España soporta el sambenito de la intolerancia religiosa, que le han colocado los jueces de la inquisición progre, y no hay quien lo se quite

Pero España soporta el sambenito de la intolerancia religiosa, que le han colocado los jueces de la inquisición progre, y no hay quien lo se quite. Los comentarios que se están escribiendo a propósito de la película Akelarre van por esa línea: los eclesiásticos que aparecen en pantalla son unos hipócritas rijosos que ocultan sus turbios deseos bajo su intolerancia con las pobres acusadas; las cazas de brujas eran reacciones de un mundo atrasado y patriarcal contra la mujer (y en más de un texto se les ha escapado el palabro “falocéntrico” que queda la mar de woke); y el filme es una valiente (¿?) denuncia contra el oscurantismo y un alegato por la liberación de las mujeres. 

Al director, argentino, no le han explicado que esa España que sitúa en “un despiadado y oscuro siglo XVII” (así lo describe una página web), fue la primera que dejó de perseguir brujas, décadas antes de que lo hiciera Inglaterra -que entre 1644 y 1646 quemó a doscientas mujeres- o lo que ahora es Norteamérica, donde se procesó a más de doscientas en Salem (Massachussetts), en 1692, episodio que Arthur Miller dejó inmortalizado en la escena con la obra Las brujas de Salem. 

Así es. España fue el primer país que dejó de quemar brujas y de los últimos de Europa que expulsó a los judíos -Francia lo hizo tres siglos antes, e Inglaterra dos siglos antes-. Pero esa es otra historia.

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Nacido en Zaragoza, lleva más de 30 años dándole a las teclas, y espera seguir así en esta vida y en la otra. Estudió Periodismo en la Universidad de Navarra y se doctoró cum laude por el CEU, ha participado en la fundación de periódicos (como El Mundo) y en la refundación de otros (como La Gaceta), ha dirigido el semanario Época y ha sido contertulio en Intereconomía TV, Telemadrid y 13 TV. Fue fundador y director de Actuall. Es coautor, junto con su mujer Teresa Díez, de los libros Pijama para dos y “Manzana para dos”, best-sellers sobre el matrimonio. Ha publicado libros sobre terrorismo, cine e historia.