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Anne Applebaum, Pablo Iglesias y los crímenes del comunismo

El comunismo produce hambre y miseria

El comunismo produce hambre y miseria

“No he dejado de proclamarme comunista nunca”, afirmaba en 2013 el vicepresidente in pectore del Gobierno de España. Y también: “El enemigo es la lógica capitalista, y ese enemigo solo entiende un lenguaje, el de la fuerza: por eso les daba miedo la Unión Soviética”. Al cumplirse el centenario de la Revolución Rusa (en realidad, putsch bolchevique, y no contra el zar, sino contra la república democrática proclamada en febrero), Pablo Iglesias y Juan Carlos Monedero la exaltaron en sus cuentas de Twitter. Cuando Iglesias afirmaba en 2014 “hay que decirle al poder: el tuyo es un parlamento burgués de mierda que representa tus intereses de clase”, estaba parafraseando al Marx que despreciaba el Código Civil como “un montón de papel [ein Ballen Papier]” y afirmaba en el Manifiesto Comunista que “el Derecho no es más que la voluntad de vuestra clase elevada a ley”.

Bueno, ¿pero acaso no es el comunismo una doctrina respetable y democrática, que aspira a la igualdad y la justicia social?

No, en realidad es una ideología criminógena, que sembró la miseria y la tiranía allí donde pudo aplicarse (medio planeta hacia 1980), equiparable al nazismo en perversidad y tributo en víctimas.

Tan numerosas fueron las matanzas comunistas en el siglo XX, que es difícil designar un ganador. La vencedora en cifras absolutas sería el Gran Salto Adelante de Mao Tse Tung -el Gran Timonel cuya frase “el poder descansa en la boca de los fusiles” le encanta citar a Iglesias- con sus 20 a 30 millones de víctimas en 1959-60. En términos relativos, se mantiene imbatido el récord de Pol Pot, que consiguió exterminar a la cuarta parte de los camboyanos en solo tres años (1975-79). La masacre de millones de opositores y etnias como la cosaca por Lenin –“ese calvo con una mancha en la cabeza y una mente prodigiosa”, canta su panegirista Pablo Iglesias– es otro buen candidato, como también la de decenas de miles de católicos en la retaguardia republicana de nuestra Guerra Civil. (Lean esto de Elentir si quieren ampliar sobre los crímenes de Lenin).

Pero destaca sobre todas el Holodomor, por la refinada crueldad de su ejecución. La historiadora Anne Applebaum, ganadora del Pulitzer, ofreció la crónica definitiva en su Hambruna roja (2017).

Ucrania reunía dos características que la convertían en blanco preferente del terror bolchevique: ser el granero de Rusia y albergar un potente movimiento nacionalista que llegó a proclamar y ejercer la independencia durante unos meses en 1918-19. Pablo Iglesias acierta cuando dice que en 1917 Lenin consiguió cierto apoyo popular porque no prometía el comunismo, sino “el pan y la paz”. El desabastecimiento, junto a la prolongación de la guerra, habían contribuido a la deslegimitación del zarismo. El grano, o la falta de él, es un arma política que sostiene o derriba regímenes, pensaban Lenin y Stalin. El “calvo de la mente prodigiosa” ordenó en enero de 1918: “¡Usad todas las medidas necesarias para enviar [al ejército rojo] grano, grano y más grano!”. El resultado fue el “comunismo de guerra”: requisar a mano armada las cosechas. Los campesinos que se resistieran eran torturados o fusilados. A principios de los 20, Stalin recorría la región del Volga en dos trenes artillados al frente de 450 hombres armados que saqueaban a los labriegos.

El saqueo se convirtió en arma de guerra

La guerra civil y el “comunismo de guerra” colapsaron la producción agraria ya a principios de los 20, generando entre 4 y 6 millones de muertes por hambre en toda la URSS. Si no fueron más, fue porque el gobierno soviético, a diferencia de lo que haría en 1932-33, se dignó pedir ayuda humanitaria internacional, especialmente norteamericana: la American Relief Association salvó muchas vidas rusas en 1921. Después, la Nueva Política Económica (NEP) reintrodujo en cierta medida el mercado y frenó la colectivización, y con ella el hambre.

Cualquier gobernante racional habría conservado la NEP. Pero Stalin –al que se ha intentado presentar como un desfigurador del marxismo- era en realidad un comunista convencido y coherente. La NEP había permitido la reaparición de una clase emprendedora exitosa en el medio rural, que empezaba a prosperar. ¡No podía tolerarse esa desigualdad! Había que estatalizar la agricultura con la misma inflexibilidad que la industria. Stalin se pone a ello con su giro a la izquierda de 1929, que costará la vida al “derechista” Bukharin (cada nuevo giro de Stalin enviaba al paredón a sus apoyos del anterior) e implicará de hecho una “segunda revolución” (en realidad, el completo desarrollo de la primera). Los campesinos prósperos serán demonizados como “kulaks”, y una célebre circular de Stalin ordenará la “eliminación de los kulaks como clase”.

El concepto de “kulak” era muy flexible: “Cualquiera que expresase descontento era un kulak” (Ekaterina Olitskaia). “En una aldea pobre, “próspero” era un hombre que tenía dos cerdos en lugar de uno” (Applebaum). Entre 1930 y 1932, al menos 100.000 kulaks fueron enviados al Gulag, que desarrolla entonces sus campos infernales: el canal del Mar Blanco, las minas de carbón de Vorkuta, las de oro de Kolymá… Dos millones más fueron deportados a zonas infrapobladas de Siberia, Asia central, etc.

Gulag

La deskulakización de 1930-32 fue solo el aperitivo de lo peor que estaba por llegar: el Holodomor de 1932-33. Stalin decidió aplicar un correctivo inolvidable a Ucrania, movido por el temor de que la resistencia campesina a la colectivización agraria (que llegó a incluir quemas de koljoses y atentados contra jerarcas) se combinase con el nunca desaparecido sentimiento nacional, conduciendo a una secesión (Carta a Kaganovich, 1932: “Las cosas están fatal en Ucrania. En algunos sitios […] más de 50 comités de distrito han hablado contra el plan de requisas de grano […]. Podemos perder Ucrania”).

El castigo fue una hambruna políticamente inducida que produjo cuatro millones de muertos en solo un año. A una agricultura ucraniana ya herida por la colectivización y la deskulakización, Stalin le añadió el golpe de gracia de la aplicación implacable de una ley de 1930 que permitía requisar cualquier propiedad de los campesinos. El pretexto era que Ucrania no había cumplido con sus cuotas de producción de grano, y el déficit debía ser enjugado con confiscaciones de bienes y alimentos de los ucranianos.

Lean esta entrada mía en Facebook quienes quieran saber detalles sobre cómo se extermina por hambre a un pueblo. Cuando faltaron los alimentos, los campesinos intentaron llegar a las ciudades o salir de Ucrania: Stalin selló las fronteras y bloqueó las carreteras para impedirlo. Pese a todo, muchos llegaban a Jarkov o Kiev a través de bosques y campos. Allí deambulaban como espectros por las calles, o intentaban meterse en las “colas del pan”. La policía los cargaba en camiones y los volvía a sacar de la ciudad, para que murieran fuera de la vista de todos. O bien los arrojaba, vivos o muertos, a pozos. Muchos fueron enterrados vivos. “La tierra se movía” (Olena Kobylko).

Campesinos agonizan en las aceras de Jarkov. La URSS impuso un bloqueo informativo total sobre la situación en Ucrania en 1932-33. Las fotos eran destruidas. El ingenierio austriaco Alexander Wienerberger, que trabajaba en una fábrica de Jarkov, tomó dos docenas de imágenes y consiguió ocultarlas en la frontera. Son el único testimonio gráfico del Holodomor. 

Se pusieron vigilantes armados en torno a los depósitos de grano, para defenderlos de los campesinos desesperados. También en los campos de labor, donde acudían niños a intentar robar espigas. “Esbirros a caballo nos perseguían con látigos –cuenta Kostiantyn Mochulsky, de ocho años en 1933- pero conseguí llevar a casa diez kilos de grano”.

Las requisas eran así: “Durante el registro, los activistas preguntaron dónde estaba nuestro oro [también confiscaban las joyas familiares] y nuestro grano. Mi madre respondió que no tenía una cosa ni otra. Fue torturada. Pusieron sus dedos en el quicio de una puerta y la cerraron de golpe. Sus huesos se rompieron, sangraba, perdió el conocimiento. La despertaron y la torturaron de nuevo”.

El comunismo rompió las familias y quebró la inocencia de los niños.

Las racionalizaciones del crimen eran estas: “Kopelev aprendió que la constante repetición de los eslóganes de propaganda le ayudaba a endurecerse para cumplir su tarea: “No debía ceder a la compasión, que debilita. Éramos el brazo ejecutor de la necesidad histórica. Estábamos cumpliendo nuestro deber revolucionario. Estábamos obteniendo grano para la gran patria socialista”. […] “Y [los confiscados] son kulaks, campesinos que no se han adaptado al socialismo. Para ellos no queda sino la muerte”.

La gente comía hierba, corteza de arce, ranas, ratones, perros y gatos. Después, empezaron a comerse unos a otros: fueron numerosos los casos de canibalismo y necrofagia.

Hay consenso historiográfico en torno a la cifra de unos cuatro millones de muertos por hambre en 1932-33. Pero tuvo que pasar más de medio siglo para que se les hiciese justicia. La izquierda ha ocultado el Holodomor y otros crímenes comunistas, o bien se encastilla en “el capitalismo mata aún más”. La derecha tampoco insistió mayormente en la denuncia, por miedo a la ecuación fraudulenta anticomunismo = fascismo. Todavía en 1987, el laborista Douglas Tottle publicó el panfleto negacionista Fraud, Famine and Fascism, que presentaba el Holodomor como un mito urdido por fascistas ucranianos. Y, mientras se desarrollaba la tragedia, el corresponsal del New York Times Walter Duranty –tratado a cuerpo de rey por la burocracia soviética- tranquilizaba al mundo titulando que “en la URSS hay dificultades alimentarias, pero no hambruna”. Duranty no era comunista, sino “liberal” en el sentido anglo: pijo-progre de centro-izquierda. Más adelante reconoció que no le parecía progresista ensañarse con el ilusionante experimento soviético; sí, se habían cometido crímenes, pero “no se puede hacer una tortilla sin romper huevos” (Sic: “You can’t make an omelette without breaking eggs”).

Walter Duranty, del New York Times, almuerza opíparamente en pleno Holodomor. “El régimen se desvivió para que tuviese confort en Moscú. Tenía un gran piso, un automóvil y una amante, y el mejor acceso a las autoridades de todos los corresponsales. Stalin le concedió dos entrevistas”.

Tampoco eran estrictamente comunistas George Bernard Shaw, los esposos Webb, Edouard Herriot o nuestro poeta Miguel Hernández: todos viajaron por la URSS en plena catástrofe (Hernández en 1937: el Holodomor había pasado, pero el Gran Terror estaba en su apogeo), y volvieron afirmando que el futuro es del socialismo. Arthur Koestler, reportero comunista en la URSS de 1932-33, converso al anticomunismo durante la Guerra Civil española, diseccionó muy bien en Euforia y utopía los sutiles mecanismos de ceguera voluntaria, determinados por la “voluntad de creer”.

Y también era comunista el pobre Ivan Kraval. Como jefe del servicio de estadística, tuvo la osadía de elaborar en 1937 un censo honrado que mostraba la dentellada demográfica de las masacres: en lugar de los esperados 170 millones de habitantes, había 162. Faltaban ocho millones de soviéticos. Kraval y otros funcionarios (como Mykhailo Avidiienko u Oleksandr Askatin) fueron fusilados por fascismo.

Si Iglesias ya no admira a Lenin, haría bien en explicárnoslo. A algunos nos tranquilizaría mucho.

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