Será en 2026 cuando se cumpla un siglo del estallido de la rebelión cristera, la cual se prolongó durante tres años y que puso en serios aprietos al entonces presidente de México Plutarco Elías Calles.
Una guerra que produjo más de cincuenta mil muertos y que, debido a la crueldad con que fueron reprimidos los católicos, mucho recuerda las persecuciones desencadenadas por Nerón, Diocleciano, los revolucionarios franceses, los comunistas de Rusia y España así como un sinfín de dictadores para quienes destruir la Cruz de Cristo es una obsesión enfermiza.
Ahora bien, con la serena perspectiva que nos ofrece el paso del tiempo, vale la pena que nos preguntamos: ¿Cuál fue la causa de movió a miles de mexicanos a lanzarse a una lucha que muchos juzgaban empresa destinada al fracaso?
Será preciso dar algunos brevísimos antecedentes históricos.
A raíz de la Conquista que trajo los primeros misioneros en 1524, México adoptó para siempre y como símbolo de identidad nacional la fe católica. Una fe netamente popular que se vio fortalecida por las Apariciones de la Virgen de Guadalupe en 1531.
Durante tres siglos, el Virreinato de la Nueva España (México) disfrutó de trescientos años de paz y progreso. Ello en gran parte debido a que las autoridades no solamente respetaban sino incluso apoyaban las creencias religiosas del pueblo.
A partir de la Independencia, todo cambió ya que una serie de gobiernos descaradamente anticatólicos se dedicaron no solamente a hostilizar sino a perseguir a la Iglesia ya sea arrebatándole sus bienes o persiguiendo a obispos y sacerdotes.
Y fue así como se dio en 1857 una Constitución abiertamente hostil a los católicos. Una Constitución en la que se apoyó el dictador Porfirio Díaz para descristianizar a la juventud mediante la educación positivista.
Don Porfirio cayó en 1911. Los revolucionarios que lo derrocaron acabaron peleándose y matándose entre sí y como remate aprobaron en 1917 una nueva Constitución que era aún más radical que la anterior.
Una Constitución que fue impuesta por la facción carrancistas y que jamás fue sometida a un referéndum popular que la legitimase.
Uno de los artículos más abiertamente anticatólicos es el 130 constitucional el cual estaba completamente alejado de la realidad puesto que hostilizar la religión de la mayoría de los mexicanos es nadar contra corriente.
Y cuando se impone una Ley contraria a la realidad sociológica quedan dos caminos:
- Que los gobernantes se hagan de la vista gorda y lo la apliquen.
- Que los gobernantes la apliquen a pesar del abierto rechazo popular y desde el primer momento sepan que habrán de atenerse a las consecuencias.
En el primer caso se da un clima de tolerancia que engendra una paz ficticia.
En el segundo caso se produce tal descontento que genera disturbios que el gobierno tendrá que reprimir por la fuerza.
Ambos caminos son erróneos. Lo ideal es derogar la ley inicua sustituyéndola por otra apegada a la realidad y a la Justicia.
El dictador Calles, en un alarde de soberbia y prepotencia, eligió el segundo camino o sea llevar hasta sus últimas consecuencias el artículo 130 aún a sabiendas de que su decisión solamente traería desgracias.
Y lo que tenía que pasar pasó.
El pueblo, al ver cómo le daban una puñalada en el alma y al ver también como la terquedad del dictador era la norma suprema no encontró más camino que el de la resistencia al tirano.
Un derecho que ya consagraba Santo Tomás de Aquino como una de las causas de la guerra justa.
Y fue así cómo, buscando su propia supervivencia, los católicos mexicanos –mayoría abrumadora- se lanzaron a la lucha dando origen a esa gran epopeya que hoy es conocida como la Cristiada y que, durante décadas, los presidentes que vinieron después de Calles la condenaron a un boicot de silencio.
Así pues, los cristeros no aparecieron de la noche a la mañana en el monte y sin ninguna explicación lógica que justificase su actitud.
Nada de eso. Aquellos héroes –un gran número santos canonizados- se lanzaron a la lucha porque los enemigos de su fe nos les dejaron otra alternativa.
Una lucha en la cual se demostró como el catolicismo mexicano no solamente estaba vivo sino que era capaz de acometer las más grandes empresas.
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