Cuando la gente del común habla de las reducciones jesuíticas en zonas de las actuales Paraguay, Argentina, Brasil y Bolivia suele hacerlo de dos maneras. La primera, tildando falsariamente de “utópicas” las formas de organización de estas reducciones y rechazándolas de lleno por su carácter “teocrático” que, evidentemente, chirría en un mundo en el que la libertad individual ha sido divinizada.
La segunda, desde sectores católicos que anteponen su ideología y su amor a la “eficacia” a la Doctrina Social de la Iglesia calificando a la experiencia de las reducciones de “comunistas” o “socialistas”.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraLa primera, evidentemente es falsa pues los padres jesuitas jamás negaron la naturaleza caída del hombre siendo esta negación característica sine qua non para hablar de una utopía. La segunda, además, es evidentemente maliciosa pues en estas reducciones sí existía la propiedad privada en consonancia con distintas tierras comunales. Vamos, lo común en la Cristiandad hasta las reformas liberalizadoras que empezaron en el siglo XVIII.
Quizás, no lo sé, la Europa del XVII fue “comunista”. Alguno que otro seguramente lo afirmaría pero eso no es el tema que hoy nos atañe. En verdad, tampoco tengo intención de narrar, aunque sea de forma escueta y divulgativa, el devenir histórico de estas pequeñas comunidades. Ni este es el lugar ni es la pretensión de este artículo. Más bien, la razón de ser de estas reflexiones son las de poner un ejemplo histórico de forma de organización comunitaria y cristiana en un mundo –el nuestro- donde hace falta más que nunca recuperar los lazos comunitarios y una economía que ponga en el centro la dignidad humana como ser creado a Imago Dei.
Como el que tenga algo de conocimiento sobre el tema sabe, estas “reducciones” eran asentamientos creados –en competencia inicial con los franciscanos- por misioneros de la Compañía de Jesús para convertir al catolicismo a las tribus guaraníes y sacarlas de un estrato civilizatorio de seminomadismo más propio del Neolítico que del siglo XVII.
Para ello, los religiosos se esmeraron por conocer sus costumbres, su idiosincrasia y su religión para hacer más efectiva la cristianización y, por ende, el proceso civilizatorio. Sin la gran cantidad de religiosos que marcharon al Nuevo Mundo sería imposible entender la actuación de la Monarquía de España como verdadero Imperium. Eran personas –especialmente los jesuitas- muy formadas en distintas artes y utilizaron dichos conocimientos para construir estas comunidades.
Evidentemente, estaban bajo la autoridad del Virreinato del Perú y la gobernación del Paraguay pero funcionaban realmente bien de manera autónoma y, de no ser por las expediciones de esclavistas portugueses y por la expulsión de la Compañía de todo el Imperio Español en 1767, habrían seguido existiendo hasta que las revoluciones liberales e independentistas hubieran acabado con ellas.
En lo que respecta a la organización política, se produjo una transalatio de las instituciones castellanas y el cabildo, predominante en la América Española, fue la forma de organización local. Vamos, ese municipalismo castellano que hemos de reclamar los españoles y que tan cercano resulta al principio de subsidiariedad que tanta importancia tiene en la Doctrina Social de la Iglesia.
La autoridad principal era la del corregidor que era, normalmente, nombrado por el Gobernador del Paraguay entre algún indio guaraní. Otros cargos eran el alférez real, el escribano, los contadores, etc. El regidor, se encargaba de la higiene pública, las infraestructuras y la escolarización obligatoria de los niños.
Sin embargo, el más interesante era el cargo del alcalde que, a diferencia del cargo que hoy designa ese término, sus funciones se asemejaban más a las del censor romano. Debía vigilar que se cumplieran las buenas costumbres, que cada uno cumpliera con sus deberes comunitarios y de que no hubiera personas que cayeran en la holgazanería echando a perder su vida y dañando el Bien Común de la reducción.
Esto, faltaría más, hoy llevaría las manos a la cabeza a todos los que endiosan la autonomía del individuo atomizado pero, aunque les cueste admitirlo, siempre han existido instituciones en Occidente que guiaban a las personas hacia la virtud y la “vida buena”. Sí, el alcanzar la virtud es un proceso individual pero el individuo no vive solo y los estímulos que le rodean deben ser los menos negativos posibles. No es cristiano creer que el individuo, actuado como un superhombre nietzscheano, puede acercarse a la santidad o la vida virtuosa rodeado de inmundicia mientras la autoridad moral de la Iglesia ha desaparecido y los poderes públicos fomentan dicha inmundicia.
En el ámbito económico no vemos nada parecido al socialismo o el comunismo. Aunque muchos tengan pesadillas nocturnas con eso que llaman “socialcomunismo” y que algunos aún no logramos comprender.
Más bien, lo que vemos es un ejemplo práctico y exitoso del ideal distributista del que Gilbert Keith Chesterton e Hillaire Belloc hablaron a principios del siglo pasado tomando como referencia la encíclica Rerum Novarum de León XIII.
Existía la propiedad privada, por supuesto pero, a diferencia de lo que estaba empezando a generalizarse cada vez más en el resto del mundo, estaba bien distribuida adhiriéndose a la unidad familiar y siempre al servicio del Bien Común. Y esto era así tanto en la tierra como en la artesanía.
Era un sistema económico que no estaba ni al servicio de la avaricia que acarrea el dinero ni al servicio de los deseos de ningún burócrata. Estaba al servicio del hombre
Como en el resto de Europa y para poder crear dinámicas comunitarias que impidieran tanto el hambre en tiempos de subsistencia como que el prójimo se quedara sin sustento, existían tierras comunales donde se cultivaban productos que necesitan, relativamente, poco trabajo, como el trigo o el algodón o servían de pasto para el ganado particular.
Tampoco existía la moneda en estas reducciones y los intercambios solo se producían entre reducciones homólogas. De esta manera, se evitaba que las personas sirvieran a Mammón en lugar de al Señor y se lograba un “espléndido aislamiento” que hacía posible la autosuficiencia. Era un sistema económico que no estaba ni al servicio de la avaricia que acarrea el dinero ni al servicio de los deseos de ningún burócrata. Estaba al servicio del hombre y se intentaba limitar las estructuras de pecado siendo conscientes de la naturaleza caída del ser humano.
Sin embargo, el papel de los padres jesuitas está en aquello que los antiguos romanos llamaban la Auctoritas. Es decir, aquellas instituciones que tienen la capacidad de dirigir la vida política por su prestigio moral y aceptación entre la mayoría de miembros de la comunidad sin necesidad de que las decisiones de esta institución tengan un efecto jurídico vinculante.
Los padres de la Compañía eran la Iglesia y, esta, se encargaba de dotar de la trascendencia necesaria a la vida en común. En verdad, estas reducciones eran una suerte de “República de Santos” o la “Ciudad de Dios” de la que hablaba el santo de Hipona.
La arquitectura de estas ciudades tenía como centro una iglesia en torno a la cual todo giraba. Allí, no solo tenían que asistir diariamente los miembros de la comunidad –en cuya inmensísima mayoría, lo hacían por propio deseo- sino que también se reunía el cabildo y el resto de instituciones civiles. Los sacerdotes se encargaban de la educación o de que las Eucaristías se convirtieran en lo más parecido que los hombres puedan asemejar a la Jerusalén Celeste a través de la música sacra.
Pero, también, las leyes civiles estaban tan influidas por las enseñanzas de la Iglesia que la gente no podía trabajar horas excesivas y el Domingo era de descanso y reflexión. En estas reducciones, se consiguió que se cumpliera aquello que advertía Jesús a los fariseos en Mateo 23, 23: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque diezmáis la menta y el eneldo y el comino, y dejáis lo más importante de la Ley: la Justicia, la Misericordia y la Fe. Esto era necesario hacer, sin dejar de hacer aquello”. Se cuidó el culto y las enseñanzas teológicas a la vez que se practicaba la Justicia y la Misericordia.
España está en medio del proceso por el cual el cristianismo nominal o accesorio se transforma en abierto agnosticismo o ateísmo
El filósofo británico Michael Oakeshott decía que debíamos practicar el ejercicio de estar preparados para cualquier tipo de situación. Pese al ambiente de tribulación en que vivimos, parece que cada día la batalla cultural –pese a ser muy poco a poco- se va poniendo de nuestro favor. Aunque, también, puede ser que se trate de un espejismo de avance poco antes de la derrota.
Occidente se muere tanto cultural como demográficamente mientras se nos va imponiendo una forma sutil y edulcorada de totalitarismo en nombre del liberalismo y la democracia. Una Sociedad Abierta que, según avanza, se convierte cada vez más cerrada para aquellos que no estamos dispuestos a renegar de la existencia de la Verdad como requisito indispensable para participar en la “apertura”. Los cristianos somos cada día menos. España está en medio del proceso por el cual el cristianismo nominal o accesorio se transforma en abierto agnosticismo o ateísmo.
Quizás, no lo sé, empezar a pensar en alternativas que nos permitan recuperar el sentido de comunidad cristiana lejos de una economía centrada en grandes metrópolis que despersonalizan y atomizan mientras los publicistas al servicio de las grandes multinacionales se encargan de crear necesidades inexistentes e imponerte de manera sutil un modo de vida nefasto.
En su Opción Benedictina, Rod Dreher no habla de las reducciones jesuitas en el Paraguay. Seguramente porque no las conoce aunque alguien debería mostrarle su pretérita existencia. Hay que estar preparados ante cualquier situación. Ser conscientes de que los principios cristianos ya no fundamentan la moral de nuestros países pues, Europa, es ahora tierra de misión. Más bien, deberíamos recordar las palabras del apóstol en la Primera Carta a los Corintios: “Que nadie se engañe. Si alguno de vosotros se cree sabio según las normas de esta época, hágase ignorante para así llegar a ser sabio».