Sostengo hace tiempo que la izquierda -en sentido amplio- es una enfermedad del espíritu, uno de cuyos síntomas más intratables y llamativos es la endofobia, es decir, un odio casi homicida por todo lo propio. Su reacción a la celebración de la Hispanidad o a la penúltima victoria de Rafa Nadal son prueba de ello.
Soy enemiga del fervorín, qué le vamos a hacer, es cuestión de carácter. Cualquiera de estos días me quitarán el carné de fachita porque no me sale poner una bandera en el balcón ni me emociono escuchando la Marcha Real. Soy demasiado mayor para cambiar.
De igual manera, el tenis -cualquier espectáculo deportivo, en realidad- me deja fría, así que no he podido experimentar esa catarsis nacional que he visto a mi alrededor ante la enésima victoria de Rafa Nadal.
Pero no se me ocurre pensar que mis peculiares reacciones personales deban ser algo así como una medida universal. Al contrario, pienso que todo ese afán celebratorio es normal, sano, natural y universal. El ser humano está hecho para amar lo propio, lo que reconoce como suyo en algún sentido, y preferirlo a lo ajeno. No hay nada malo en eso, sobre todo cuando lo que se celebra es un bien, no el daño de nadie, y si, como quieren algunos, fuera algo malo, estaríamos perdidos, porque la naturaleza humana no va a cambiar.
Ayer coincidieron, en confluencia casi mágica, la victoria del tenista imbatible e incombustible con la celebración de la Hispanidad, ocasión para que las redes sociales supuren desde las cuentas izquierdistas todo ese pus de autoodio y rencor que las hace tan repulsivas.
No sé cuál es el pecado de Nadal por el que tantos se entristecen públicamente por su victoria. Parece ser una mezcla de no avergonzarse de ser español y la irritante costumbre de triunfar. Éxito y españolidad: imperdonable.
No es extraño que sean los mismos quienes aborrecen la idea misma de la Hispanidad, que celebra, sencillamente, la mayor, más extensa y exitosa obra civilizadora que ha conocido la humanidad desde el Imperio Romano. No es una opinión, es un hecho comprobable. Y, espero, algún día, si nuestra civilización recupera la sensatez antes de extinguirse, se reconocerá con la misma naturalidad con que lo he enunciado.
Eso no es discutible. Uno puede pensar que fue un desastre que España civilizara América y otras partes del mundo, porque piense, no sé, que el catolicismo es una falsa religión, pero no puede negar que fue una empresa formidable que cambió por completo el curso de la historia. También son legión quienes preferirían para aquellas tierras que las hubieran colonizado los anglos, hoy más prósperos y políticamente estables, pero Inglaterra no civilizó a los americanos que encontró en el norte; sencillamente, los sustituyó.
De hecho, si los anglosajones hubieran protagonizado la hazaña que la Providencia encomendó a España, si hubiera hecho todo lo que España hizo allí, hoy apenas oiríamos otra cosa que sus glorias, Cortés (o su equivalente nórdico) sería el protagonista de cientos de películas de Hollywood y miles de novelas. Mel Gibson sería un magnífico Cortés, si les interesa mi visión personal.
Odiar lo propio no es normal, no es natural, igual que el resentimiento contra el mejor en cualquier campo es indicio de un alma enferma. Esa preferencia chillona por todo lo que es de fuera, por todo lo que han hecho otros; ese constante avergonzarse de lo que somos y ese anhelo de desprendernos de nuestra propia naturaleza en un amor por lo remoto que suena a hueco y a postureo es la verdadera pandemia que ha asolado nuestra tierra con una tasa de contagio mucho más alta que el coronavirus.
No se trata de nostalgia, ni de absurdos anhelos de recrear el imperio. Tampoco de atribuirnos a modo personal las virtudes de aquellos hombres de leyenda, ni siquiera de mirar con gafas rosadas el mal inevitable que oscurece todas las glorias humanas. Es sencillamente reconocer que España tuvo un día una misión titánica y supo cumplirle mejor que peor. Y que algo así merece celebrarse.
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