Giacomo Casanova.
Giacomo Casanova.

Según la RAE, un “donjuán” es “un seductor de mujeres”. “Casanova”, en cambio, es “un hombre famoso por sus aventuras amorosas”. Suelen usarse casi como sinónimos, aunque hay una diferencia fundamental: don Juan Tenorio es un personaje de ficción, mientras que Giacomo Casanova fue real. Y es una lástima que la fama le venga exclusivamente por su faceta amatoria, tratándose de alguien con una trayectoria tan poco conocida como apasionante.

A los 13 años terminaba sus estudios de leyes en la universidad de Padua, a los 15 recibía la tonsura eclesiástica y a los 19 entraba al servicio del cardenal Acquaviva, embajador español en Roma. Ya por aquel entonces su dominio de las artes, ciencias y letras no tenía secretos: hablaba perfectamente latín y francés, era un gran conocedor de todo lo que tuviera que ver con química y geometría, y manejaba con destreza tanto la espada como el violín. De hecho, su talento musical le llevó a colaborar en la redacción del libreto de Don Giovanni, la ópera de Mozart. Esta no sería sino una de sus más de cuarenta obras escritas, entre novelas, ensayos y demás composiciones. Sin embargo, la que la pasado a la posteridad son sus Memorias, libro autobiográfico en el que el autor narra con todo lujo de detalles sus 122 conquistas femeninas.

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De todos modos, el original es bastante más suave que la primera edición, en cuya traducción alemana se añadieron pasajes algo subiditos de tono. Y el caso es que la vida amatoria del protagonista, por lo demás bastante azarosa, parece opacar otros aspectos no menos llamativos, como el de las compañías que frecuentó. Entre sus amistades se cuentan el cantante Farinelli, el arquitecto Sabatini -con quien coincidió en Madrid-, los enciclopedistas D’Alembert y Diderot, el pintor Mengs y hasta el mismísimo Benjamin Franklin. En cambio, parece que no hizo muy buena migas con Voltaire, a quien puso como hoja de perejil tras pasar juntos una semana en Ginebra discutiendo de política y literatura.

Puede decirse que Casanova recorrió las principales capitales europeas, dejando en casi todas testimonio de sus dotes como amante, espadachín, literato y timador. Así las cosas, es normal que visitase también más de una cárcel como huésped de honor; el relato de su huida de la célebre Prisión de los Plomos veneciana tendría una gran acogida. Hubo también tiempo para las distinciones, como cuando el Papa Clemente XIII le concedió la Gran Cruz de la Espuela de Oro en 1760, o cuando fue elegido miembro de la romana Academia de Arcadia.

El final de sus días lo pasaría en la biblioteca del conde de Waldstein, clasificando sus más de 40.000 ejemplares. Entre tanto libro, le dio tiempo a darle un último repaso a los suyos, en especial a sus “Memorias”. A pesar de su fama, en ellas abomina de su pasado y critica duramente a antiguos compañeros de farra como Cagliostro o el Conde de Saint-Germain. Es más, esos últimos años se convirtieron en una continua expiación de excesos anteriores. Buena prueba de ello son sus últimas palabras: “he vivido como un filósofo -pelín pretencioso, el tal Casanova-, y muero como un cristiano”.

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