Los familiares de Francisco Franco portan su féretro en el Valle de los Caídos. /EFE
Los familiares de Francisco Franco portan su féretro en el Valle de los Caídos. /EFE

Circulan todo tipo de teorías de la conspiración sobre el tema de la llamada «pandemia». En general, sobrevaloran la capacidad del ser humano para organizar maldades. Y, sin duda, colocan a la ciencia moderna en un punto de desarrollo que todavía no ha logrado: solo hay que ver la histeria científica creada por este virus y las múltiples contradicciones en que van incurriendo día tras día todos los médicos del mundo.

Es lógico: la medicina es una especie de fontanería sofisticada y la ciencia en general ignora qué es el 90% de «materia oscura» que ocupa el espacio sideral. Los agujeros negros dan sorpresas cada poco y las partículas subatómicas se resisten a cualquier análisis que no condicione el propio observador. Total, unas hipótesis endebles que nos hacen tragar como dogmas con el visto bueno de la secretaría de Leviatán para la Higiene Pública Revolucionaria.

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No repetiré, pues, ninguna teoría conspirativa. Tampoco creeré en ninguna de ellas -tengo más que suficiente con creer en Dios- y como toda política es siempre teología, con Dios o sin él -ahí está el marxismo leninismo-, ensayaré una que une los tres elementos que retornan sin tregua, por siempre jamás, a lo largo de la Historia:

  1. La ruptura del orden natural de las cosas. La Biblia está llena de ejemplos. Y la caída de cualquier imperio ilustra muy bien este punto. No lo tomen en términos militares porque lo militar no suele ser el factor clave en la destrucción de civilizaciones.
  2. La ruptura del orden sobrenatural o metafísico, traducida en hechos concretos como profanaciones, sacrilegios y aberraciones colectivas.
  3. El establecimiento de una legislación opresiva que valida las rupturas anteriores y concede autoridad a la perversión que llevan implícita. Y aquí no hablo solo de moral, que es lo último que salta por lo aires cuando comienza a descomponerse el factor militar.

Estos elementos se dan en esta época con nitidez macabra, con transparencia: un concepto opuesto a la claridad de la lucidez, y hoy utilizado como anatema para excomulgar civilmente al enemigo del sistema. Se dan, como decía hace poco el profesor Contreras, desde 1945, corregidos y aumentados en 1968, y llevados al paroxismo idolátrico en estas primeras décadas del siglo XXI. 

Si hay un acontecimiento en el mundo que ha cumplido, que ha colmado -por usar una expresión más dramática-, la medida de los tres factores citados, ha sido la profanación de la Basílica Del Valle de los Caídos, la exhumación del cadáver de Francisco Franco y la obscena exhibición de esta ofensa cósmica. La falta de respeto a los muertos supone el mayor retroceso posible de una Civilización. El hombre de la llamada Prehistoria tenía la intuición de la trascendencia, en el mismo sentido en que la tiene un católico, un musulmán o un marxista: éste cifra la pervivencia post mortem en el Estado, al que diviniza. Por lo demás, esa claridad en la intuición es, repito, idéntica en todo ser humano.

Violentarla y exhibirla rompe con todo molde cultural y con todo pilar de la convivencia. Porque no dejar en paz a los muertos es lo mismo que no dejar en paz a quienes tienen que nacer. Profanar la muerte y profanar la vida, al principio y al final, es conducir a la especie humana al suicidio. Sin más. A un suicidio físico, por supuesto, y espiritual o cultural, que es aún peor.

La misma fuerza natural que ha producido el virus, esa misma que no controla ni de lejos nuestra ciencia ni nuestra medicina, ha generado la ira de los elementos desde el lugar sagrado: el ultraje a Franco, un hombre justo que salvó a España (la tierra de María, el país que ha evangelizado a más de medio mundo, el imperio más odiado por las fuerzas diabólicas), ha desencadenado la cólera divina contra esta clase dirigente apóstata y luciferina.

Como el Egipto de faraón, el mundo sufre una plaga hoy. Sufrirá otras seis si no se convierte a Cristo. 

Y España no quedará libre de la peste del Coronavirus hasta que Franco no vuelva a ser inhumado en El Valle de los Caídos y el gobierno pida perdón públicamente por esta terrible profanación. Si no lo hace, nuestro país sufrirá una devastación idéntica al Egipto faraónico que precedió al Exodo del pueblo judío. 

Conviene, por último, recordar que el general Franco fue amigo y protector de ese pueblo elegido cuando fuerzas diabólicas tan totalitarias como las que rigen ahora España trataron de borrar del mapa la primera presencia humana del Dios Único. «Porque la salvación viene de los judíos», Dios castigará siempre a sus enemigos. Y, no olviden, que este gobierno es amigo de los filisteos.

Devuelvan a Franco a su lugar de descanso. O no habrá paz. Y la muerte reinará por doquier en España.

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