Quienes se rasgan las vestiduras porque Espinosa de los Monteros, Pablo Iglesias e Inés Arrimadas aparquen sus irreconciliables diferencias políticas y se echen unas risas en el Congreso, deberían leer a Pedro Muñoz Seca (1879-1936). Monárquico, católico, crítico con la II República, a la que satirizó en algunas de sus comedias. Y sin embargo, amable, divertido y hasta comprensivo con sus adversarios.
Unos adversarios que no es que le arrearan dialécticamente en un plató de televisión o en el hemiciclo, sino que lo sentenciaron a muerte y le pasaron por las armas, en una de las terribles matanzas de Paracuellos del Jarama.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraSe pueden poseer firmes convicciones, y defenderlas hasta las últimas consecuencias, y sin embargo, ser caballeroso y comprensivo con quienes piensan lo contrario. Lo cortés no quita lo valiente.
Nada mejor en esta España con las espadas todo el santo día en alto, donde te arriesgas a una fatwa (o una multa) en cuanto sostienes lo contrario de lo políticamente correcto, que reírse con La venganza de Don Mendo o Los extremeños se tocan. Al final y al cabo, por mucho cruce de twitts venenoso que haya, mucho ofensor crispado y mucho ofendidito asustado, la sangre no llega al río.
Hombre de paz, Muñoz Seca no tuvo otra espada que la sátira, que a veces puede ser más demoledora que un tanque
Cuando sí llegaba era en los convulsos años 30. Y ahí estaba Muñoz Seca con sus comedias, que llevaba escribiendo infatigablemente desde principios de siglo. Estrenó casi doscientas (junto con algunos colaboradores como Pedro Pérez Fernández), entre 1903 y 1936, haciendo reír a azules y rojos, ricos y pobres, obreros y señoritos, con ese humor inteligente y un punto surrealista que era la astracanada. Algunos años llegó a poner en escena hasta 12 obras, como ocurrió en 1918, el del estreno de La venganza de don Mendo.
Hombre de paz, Muñoz Seca no tuvo otra espada que la sátira, que a veces puede ser más demoledora que un tanque, al poner en ridículo a un tirano o a un sistema totalitario, como demostraron en el cine Chaplin con El gran dictador, o Roberto Benigni con La vida es bella.
Y satírica fue La Oca (Liga Acrata de Obreros Cansados y Aburridos) (1931) con la que se atrevió a poner en solfa el colectivismo. Igual que Anacleto se divorcia (1932) parodiaba la ley del divorcio, aprobada por la II República.
Le pilló el comienzo de la Guerra Civil en Barcelona, en el estreno de La tonta del rizo y allí fue detenido.
Era amigo personal de Alfonso XIII, se reía del comunismo e iba a misa. Mal asunto. Fusilado en Paracuellos, el 28 de noviembre de 1936, fue beatificado en 2016. Y no por por sus ideas políticas sino por razones estrictamente religiosas: por ser mártir de la fe. Por el testimonio que dio en la checa de San Antón en donde estuvo preso antes de ser fusilado, y que incluye el perdón a sus verdugos.
Animaba al resto de los cautivos y llegó a predicarles parte de unos ejercicios espirituales, como cuenta su nieto, Alfonso Ussía, demostrando que la fe -como el humor- son contagiosos.
Un desenlace acorde con una trayectoria de cristiano coherente. Hombre piadoso, esposo enamorado de su mujer (Asunción Ariza), padre generoso de nueve hijos.
Muñoz Seca a su mujer, horas antes de ser fusilado: “Cuando recibas esta carta estaré fuera de Madrid”
La carta que escribió de su puño y letra a su mujer, unas horas antes de ser conducido a Paracuellos, el 28 de noviembre de 1936, es una emocionante despedida:
“Cuando recibas esta carta estaré fuera de Madrid -le dice a Asunción-. Y añade: “Voy resignado, pero contento. Dios sobre todo. Voy muy tranquilo sabiendo que tú siempre serás el ángel bueno de todos. El mío lo has sido siempre y si Dios tiene dispuesto que no volvamos a vernos mi último pensamiento será siempre para ti”.
Su final fue duro y humillante. Los dos milicianos que le custodiaban le rompieron sus gafas y le cortaron sus largos bigotes. Pero se cuenta que el autor respondió con una réplica que parece sacada de una de sus comedias: “Podréis quitarme la cartera, podréis quitarme las monedas que llevo encima, podréis quitarme el reloj de mi muñeca y las llaves que llevo en el bolsillo, podéis quitarme hasta la vida; sólo hay una cosa que no podréis quitarme: el miedo que tengo”.
Después pidió un cigarrillo y les dijo a los milicianos: “Cuando queráis. Dentro de poco estaré en un lugar muchísimo mejor que éste”.
Ochenta años más tarde, la Iglesia lo ratifica. Ha pasado de las tablas a los altares, en un Deus ex machina perfecto, propio de un autor teatral, como apunta Enrique García-Máiquez. Nos deja el humor, la capacidad de tomarse a broma las situaciones más dramáticas, la astracanada, y “el juego de las siete y media”, esos versos de La venganza de don Mendo, que varias generaciones de españoles hemos aprendido de memoria de labios de nuestros padres.
Y sobre todo nos deja el perdón. Lo único que puede romper la cadena del odio. Como en un sorprendente giro de la última escena, La venganza del autor de Don Mendo consistió en no vengarse.