Imagen referencial / Pixabay
Imagen referencial / Pixabay

Pues yo siempre me he considerado cristiano. Nací en una familia creyente, íbamos juntos a misa cada domingo y celebrábamos todas las festividades como Semana Santa y Navidad. Asistí a un colegio religioso. Era mi entorno natural: ser católico era ser lo que eran mis padres y mis amigos. La mía fue, tal vez, la última generación en la que recibir el bautismo y los demás sacramentos constituía “lo normal”.

Con la adolescencia despertaron las ganas de fiesta y de libertad, de ser uno mismo, de abrirse paso en un mundo de adultos, de cuestionarse las cosas y todo el sistema de valores que habíamos heredado. Arreciaron también las pulsiones sexuales y, con ellas, el remordimiento por el pecado grave, la lucha, el caer y el levantarse de nuevo. A veces, también los escrúpulos espirituales. Era un momento de ir poniendo todo en su sitio. A veces acertabas y, otras veces, no.

Algunas personas creen que La Sexta da información.

Suscríbete a Actuall y así no caerás nunca en la tentación.

Suscríbete ahora

Además fue la época en la que algunos amigos dejaron de asistir a misa y a descuidar las cosas de Dios. Ante nosotros se nos abría un mundo nuevo y fascinante, lleno de experiencias excitantes, deslumbrantes y desconocidas.

Yo nunca tuve especialmente dudas de fe. La verdad es que no me costaba demasiado en aquellos años de adolescencia continuar yendo a misa, confesarme e incluso hacer algunos “extras” como algún retiro espiritual al año. Fui un privilegiado en ese sentido y me encontraba a gusto en las cosas de Dios.

Puede que mis ideas sean cristianas, pero mi corazón y mis actos distan mucho aún de serlo

Es curioso: si alguien me hubiese preguntado en ese momento si yo era creyente, le habría respondido sin dudarlo que sí. Ahora me ocurre lo mismo; no he cambiado en ese sentido. Pero, si en esa época me hubiesen preguntado si yo era un converso, habría contestado que rotundamente no, mientras que ahora respondería que sí.

Sí: soy un converso. Es más: busco a diario mi conversión. Con paz y serenidad, pero no cejo en mi empeño. Puede que mis ideas sean cristianas, pero mi corazón y mis actos distan mucho aún de serlo. Y es que, cuando uno se ha alejado de Dios, e incluso ha experimentado cómo sus pasiones le arrastraban adonde él no quería y a hacer cosas que él no del todo quería, es cuando experimenta su debilidad -con escándalo, al principio; con confianza y abandono en Dios, después.

De hecho, creo que el creyente que no se reconoce de algún modo como converso, es porque aún no se ha dado cuenta de lo necesitado que está de Dios. De que nada puede sin Él. Se encuentra cómodo con sus buenas obras, con sus rezos y oraciones, con su ortodoxia y sus donativos, con su comportamiento ejemplar, con la ausencia de escándalos –conocidos- en su vida. Todo eso es bueno, no cabe duda. Pero es posible que su corazón se encuentre muy distante del Creador.

Recientemente le hablé de mi “conversión” a un sacerdote. Cuando le pregunté si él también era un converso, me respondió extrañado, casi molesto de que hubiese puesto en duda que él era “un cristiano viejo”.  “Evidentemente que no soy un converso, Álex. Soy católico desde mi nacimiento”, me dijo.

Pues yo puedo decir que soy converso. Y lo puedo afirmar con mucha serenidad. Que todos los días, de hecho, pido por mi conversión y por la de la gente que me rodea, para que no caigamos en la tentación de creernos demasiado buenos por las pobres buenas obras que podamos hacer. Porque eso, además, nos aleja de los hermanos “malos”, de los pecadores. Nos abre un abismo entre nosotros, “los buenos”, y ellos, “los pecadores”.

En estos años he conocido a personas rotas por las heridas de nuestro tiempo: drogas, relativismo, adicciones, materialismo, falta de trascendencia, hedonismo. Llegan a creerse que son esencialmente malas; que son incapaces de cualquier bien. En sus pocos momentos de lucidez les invade la desesperanza y ven como salida más honrosa el suicidio.

Se han creído la mentira que Satanás les ha susurrado al oído: “Eres malo, eres perverso, eres un degenerado. ¿Qué dirían los demás si conociesen realmente tu vida? Qué desastre. Fracasado. Hipócrita. Falso. Das vergüenza”. En ese momento de mayor rotura, es donde precisamente más se pueden abrir al Amor de Dios que acude siempre en su rescate, por más indignos que se vean.

Últimamente creo que he aprendido a ver a esas personas más como hermanos necesitados semejantes a mí que como pecadores infieles que han caído. Y es que tal vez, el secreto de nuestra conversión consista en pasar de ser el hermano mayor del hijo pródigo que desprecia y juzga al hermano pequeño, alocado y vividor a convertirnos en Padre de las Misericordias que acoge y sana a su hijo herido.

Comentarios

Comentarios