He conocido muchas obras e iniciativas, supuestamente de la Iglesia y supuestamente buenas, que han acabado fracasando o, incluso, provocando un desagradable escándalo, por la falta de discernimiento y de madurez espiritual de los que estaban implicados. Por eso me ha alegrado leer estos días una entrevista a monseñor Munilla en la que alertaba “del aumento del iluminismo, que puede llevar a la rebeldía contra la Iglesia”.
La historia quizás les suene. Uno, o varios, forman un grupito que suele surgir de algo bueno y espiritual: un tipo de oración, el buen ejemplo de un cristiano, una obra de caridad o una supuesta aparición, generalmente de la Virgen. Como les digo, la cosa parece loable y pía.
El problema emerge cuando algunos miembros del grupo (generalmente, los iniciadores), se van revistiendo de un cierto halo de misticismo y de infalibilidad, en lugar de humildad y de escucha, y van conduciendo a los demás hacia un celo cada vez mayor por dar a conocer a todo el mundo lo original y exclusivo de su comunidad.
Las vidas de algunos miembros con tendencias más obsesivas comienzan a pivotar en torno al grupo o a la aparición, al lado de la cual, todo pierde valor o importancia. Todo, incluso la voz de la Iglesia. Ni siquiera los obispos tienen la capacidad de entender -como ellos sí son capaces- el mensaje que les está llegando a ellos directamente del cielo. En el fondo, se da una especie de gnosticismo: solo ellos han sido los elegidos, los señalados, para conocer los verdaderos deseos de Dios para estos momentos de la Historia. Son una suerte de arca de Noé mientras todo a su alrededor queda hundido bajo el agua.
Una cosa hay que aclarar: es evidente -para los cristianos, al menos- que Dios habla y sigue hablando hoy en día. A lo que hay que añadir que no a todo aquel que dice que Dios le ha hablado, realmente le ha hablado Dios. Me recuerda al chiste que solía contar Eugenio de dos locos que se encuentran, y uno le dice al otro: “Pues yo soy el rey porque me lo ha dicho Dios”. A lo que el otro loco responde: “Tú te callas porque yo no te he dicho nada”.
Con el tiempo, estos iluminados se convierten en pesados, en católicos pesadísimos, cuyo único tema de conversación es su obsesión espiritual. Hay que huir de ellos: te llenan el wassapp de reflexiones pías y ñoñas; su Facebook está repleto de estampitas; si te encuentran por la calle te dan la tabarra continuamente con su murga sobre el ultimísimo mensaje de la Virgen y te preguntan que cómo es posible que aún no hayas ido de peregrinación a tal lugar en donde ella se aparece con puntualidad británica.
El Papa Francisco también llamó la atención hace unos años sobre estas prácticas, afirmando que la Virgen es «madre» y no la «jefa de Correos que envía mensajes todos los días», en relación a los comentarios de quienes dicen «conocer a videntes que reciben cartas o mensajes de la Virgen». Esas «novedades alejan del Espíritu Santo, alejan de la paz y de la sabiduría, de la gloria de Dios, de la belleza de Dios». “El Reino de Dios no es para llamar la atención», subrayó.
Y es que éste es, precisamente, uno de los rasgos habituales de estos católicos pesadísimos: todo en su vida espiritual es llamativo, sorprendente, extraordinario, estrambótico, desmedido, desbordante. Lo ordinario no va con ellos. Lo ordinario es propio de almas que todavía no han sido tocadas por el espíritu Santo, como las suyas.
Son, por lo general, gente seria, grave, hirsuta, áspera, que ha perdido el sentido del humor porque les parece irreverente o superficial, ya que estamos ante el fin de los tiempos y no andan las cosas como para tomárselas a la ligera.
Han perdido la capacidad para escuchar a los demás, y con frecuencia se encuentran ensimismados, embebidos en sus pensamientos y en sus gloriosos planes de salvación.
Suelen ver obsesivamente señales del cielo en todo lo que les rodea, haciendo gala de una falta de equilibrio espiritual y humano.
No pasan nada a través del filtro del discernimiento, ya que su simple percepción vale más que cualquier criterio. Buscan los dones de Dios, pero no al Dios de los dones, desoyendo ese sabio consejo del padre Emiliano Tardiff de que “son los signos los que siguen a los cristianos, y no los cristianos a los signos”.
Son tremendamente clericales, lo que les convierte en inmaduros espirituales. El sacerdote o la monja siempre tiene la razón en lo que dice, y no contemplan la posibilidad de que se puedan equivocar en asuntos religiosos o incluso que tengan que ver con la vida. Es decir, pasan del sano respeto y aprecio que los laicos debemos mostrar hacia las personas consagradas a una especie de temor reverencial.
Con frecuencia son personas poco agradecidas, porque el agradecimiento verdadero brota de la humildad.
Suelen ser duros en el juicio hacia los no creyentes, a los que ven como irremediables enemigos incapaces de la conversión y de la misericordia.
Dan por buenas casi todas las apariciones de la Virgen, anticipándose incluso al veredicto de la iglesia. Te suelen condenar si no crees a pies juntillas las supuestas revelaciones. Si aparecen pruebas contrarias a la “aparición”, las minimizan o las achacan a enemigos de la Iglesia.
Con frecuencia acaban arrinconando a sus antiguas amistades, salvo que logren neurotizarlas y las hagan partícipes de sus visiones. Si no, serán pobres descarriados por los que solo quedará rezar y sentir lástima. Recuerdo a una señora, que organizaba casi todas las peregrinaciones a un país remoto con la alta sociedad madrileña, que tenía prácticamente olvidados a sus hijos. “Mi madre está siempre metida en su habitación, escuchando canciones religiosas a todo volumen”, referían ellos.
Nada nuevo, en todo caso. Ya santa Teresa de Jesús fue arrinconada por la princesa de Éboli, que prefería dejarse deslumbrar por otras “santas” más milagreras e histriónicas.
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