En el viejo pulso de la Iglesia y el Estado, el segundo trata de invadir un terreno que no le corresponde, pisoteando el derecho a la libertad religiosa. Es todo un clásico. La cabra del César tira al monte y en cuanto le dejas se pone a mangonear las conciencias, decidir sobre la educación de los hijos y tocar las narices a las embarazadas. De Enrique VIII a Zapatero, del dictador mexicano Plutarco Elías Calles a Pedro Sánchez.
El laicista Zapatero -ese pozo de erudición- entró como un elefante en las Sagradas Escrituras y enmendó la plana al Maestro: “La libertad os hará verdaderos”. Y Sánchez e Iglesias quieren expropiar templos, sustituir el Catecismo por Adoctrinamiento en Marx y Freud, quitar del Valle de los Caídos la Cruz y a los benedictinos -como los anticlericales de antaño, que en cuanto te descuidabas cinco minutos expulsaban a los jesuitas-.
Buscan quitar al Creador de la peana y ponerse ellos, como los revolucionarios franceses pusieron a la Diosa Razón en el altar mayor de Notre Dame
No han entendido la separación de Iglesia y Estado, y lo que quieren es que demos al César lo que es del César y también lo que es de Dios. Buscan quitar al Creador de la peana y ponerse ellos, como los revolucionarios franceses pusieron a la Diosa Razón en el altar mayor de Notre Dame.
Se han subido a una ola laicista que ha llegado a Occidente. Una ola que equipara religión con superstición, que permite la libertad de culto solo en las catacumbas y siempre que no se oponga a los caprichos del César, que hace listas negras de quienes pretendan ejercer la objeción de conciencia -como los médicos que quieran seguir siendo médicos en lugar de verdugos-.
Una ofensiva laicista que acaba de invadir el pasillo de Danzig: obligar a los curas a romper el secreto de confesión. No, no es una película sobre la antigua URSS o la Alemania nazi. Recientemente el Estado de Queensland (Australia) aprobó una ley que requiere que un sacerdote rompa el secreto de confesión para denunciar a abusadores sexuales. Queensland sigue a los estados de Victoria y Tasmania, y al territorio de Canberra que han promulgado leyes similares. En el caso de Queensland la pena de cárcel puede llegar hasta los tres años de cárcel; en el de Tasmasnia hasta los 21.
El abuso a menores es un crimen execrable, pero la solución no es eliminar el sigilo sacramental. Resultaría contraproducente porque ¿qué agresor sexual se confesaría a un sacerdote sabiendo que podía ser denunciado? Sin el carácter privado de la confesión, el cura pierde la oportunidad de convencer a una persona que entiende que necesita la absolución de su pecado para entregarse a las autoridades, que acepte las consecuencias de sus actos y busque el perdón de quienes han sido perjudicados.
Carl Herstein, jurista norteamericano, sale al paso de la polémica en un interesante y documentado artículo. Explica que el sacerdote optará por la cárcel o incluso el martirio antes que revelar lo escuchado en confesión. Existen numerosos casos en la historia de la Iglesia, con el checo del siglo XIV san Juan Nepomuceno en primer término. Este se negó a revelar al rey Wenceslao los pecados de la reina, por lo que el monarca ordenó que lo ataran y lo tiraran al río Moldava.
Herstein proporciona la clave teológica del secreto de confesión: “Los fieles manifiestan sus pecados a Dios, a través del sacerdote, a quien ven como el representante oficial de Jesucristo (o alter Christus), y en quien se delega el poder de perdonar los pecados”. De suerte que el cura sella sus labios y queda prisionero de ese secreto, arrostrando todas las consecuencias, como puso de manifiesto la famosa película de Hitchcock, Yo confieso.
El debate sobre el sigilo sacramental también ha llegado a EE.UU., a cuenta de los abusos sexuales a menores. Una ley de California intentó en 2019 eliminarlo, pero no prosperó, entre otras cosas por la oposición unánime de musulmanes, ortodoxos, luteranos, y anglicanos que hicieron piña con los católicos, al entender que se trataba de “un ataque a la libertad religiosa”.
Y el arzobispo de Los Ángeles, José H. Gómez, alertó del rasgo totalitario de aquella ley y las consecuencias que puede tener para creyentes y no creyentes: “Si alguna ley puede obligar a los creyentes a revelar sus pensamientos y sentimientos más íntimos compartidos con Dios en la confesión, entonces realmente no hay área de la vida humana que esté libre del gobierno ”.
Este es el quid de la cuestión. Si el Trono suprime el Altar, salen perdiendo la libertad religiosa y con ella todas las libertades. Si el emperador prohíbe el culto a Dios, no tardará en erigirse él mismo en ídolo, y exigir que todos se inclinen ante él. Pasó con Nerón y Diocleciano, pasó con Stalin y Mao, y está pasando ahora con los nuevos ídolos, como la Ideología de Género.
sumario De momento la persecución es mediática y política, pero no es descartable que pueda llegar a ser física como alertaba el cardenal de Chicago Francis George
“El equilibrio entre los derechos de la Iglesia y los derechos del Gobierno ha estado en disputa desde su origen” subraya Carl Herstein. Y en esta época marcada por una visión racionalista de la vida, el segundo va directamente contra la Iglesia, porque ésta es testigo incómodo de sus abusos y desafueros, y defensora de los débiles (niños en el vientre materno, niños crecidos pero secuestrados por los adoctrinadores de género, enfermos y ancianos amenazados por la solución final).
Alguien puede pensar que Australia queda muy lejos. Pero la deriva anti-religiosa de España, desatada por Zapatero hace quince años, e intensificada ahora por el Frente Popular de Sánchez e Iglesias va en esa línea totalitaria.
Corren malos tiempos para la libertad religiosa con unos políticos que ponen una vela al diálogo y otra a la persecución. De momento esta es mediática y política… pero no es descartable que llegue a ser física. Carl Herstein se hacía eco de la profecía del cardenal de Chicago Francis George, conocido como el Ratzinger norteamericano: «Espero morir en la cama, mi sucesor morirá en la cárcel y su sucesor morirá mártir en la plaza pública». Lo bueno es que aquí no acaba todo. «Su sucesor -añadía George- recogerá los fragmentos de una sociedad en ruinas y ayudará lentamente a reconstruir la civilización, como la Iglesia ha hecho tan a menudo en la historia de la humanidad».
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