Se han puesto de moda libros y documentales sobre animales, acerca de sus supuestas habilidades sociales y culturales. Es el caso de Aprender a ser salvajes, de Carl Safina, subtitulado “Cómo las culturas animales crían familias, crean belleza y consiguen la paz”.
Recurre el autor a la vida y costumbres de los chimpancés, al alimentar a sus crías o de los cachalotes, al usar el sonar como alarma ante el peligro, para defender la tesis de que también ellos tienen cultura. Y desliza, incluso, la idea de que la cultura “no es un logro estrictamente humano”.
El animalismo se nutre de este tipo de obras, en las que frecuentemente se confunde instinto con cultura, para vendernos la burra -sin ironías- de que el ser humano no es sino un animal evolucionado, algo así como un macaco aventajado que ha brincado de la jungla a internet, merced a la revolución cognitiva y el descubrimiento del lenguaje.
Peter Singer y otros concluyen que creer que el ser humano es superior a otras especies es tan deplorable como el racismo; y que comer lubina a la sal o huevos fritos con morcilla es tan censurable como la esclavitud
Lo cual tiene dos consecuencias (iba a decir que mata dos pájaros de un tiro, pero no quiero ofender los sentimientos de la población aviar). Una: que los irracionales no se diferencian gran cosa de nosotros y que, por lo tanto, tienen derechos. Y dos, que somos unos engreídos por creernos superiores a ellos.
Sesudos filósofos llevan pedaleando tiempo acerca de ello. El más conocido es el australiano Peter Singer, el gurú intelectual de los animalistas, con su libro Animal Liberation (1973), en el que viene a decir que el “especismo” -creer que el ser humano es superior a otras especies- es tan deplorable como el racismo; y que comer lubina a la sal o huevos fritos con morcilla es tan censurable como la esclavitud.
Con estos antecedentes no debe extrañarnos la superstición vegana, la lucha contra la violación de las gallinas, o las campañas del ejército de salvación del toro y la tora, gravemente amenazados por el arte de Cúchares.
Suena a chiste, pero maldita la gracia que tiene que algunos humanos y humanas declaren la guerra a los sapiens. Es el caso de una profesora británica, Patricia MacCormack, autora del Manifiesto antihumano o ahumano (The anhuman manifesto) que propone dejar que la raza humana se extinga para salvar así a la Tierra. En su cóctel de histeria ecologista y ramalazo marxista, la señora MacCormack proclama: ”Todos los hombres son enemigos. Todos los animales son camaradas.”
El problema es que esta mentalidad va calando poco a poco en las agendas de los gobiernos (recuérdese el proyecto Gran Simio,que pretendía reconocer derechos a los primates y al que se adhirió nuestro inefable presidente Zapatero). Y que, por ese camino, se llega a una aberración antropológica y jurídica: equiparar en dignidad a la persona y al animal.
Una cosa es respetar a los animales, y otra muy distinta decir que poseen dignidad y que es preciso acabar con la visión antropocéntrica del mundo -como ya sostienen algunos autores-. El animal carece de dignidad, cualidad moral, radical del ser humano, no otorgada por nadie, sino consustancial. El hombre no puede ser utilizado como si fuera una cosa, en razón de su dignidad, de su libertad y responsabilidad. Por eso no es legítima la esclavitud; pero sí es legítimo, en cambio, usar al burro como animal de carga, a la vaca como proveedora de la despensa y al caballo como medio de locomoción.
Por eso resulta contradictorio que los gobiernos luchen contra la extinción de la ballena o del bisonte americano -lo cual es muy loable-; pero “condenen” a muerte a bebés en el seno materno o a enfermos terminales, como señalaba el escritor Miguel Delibes, nada sospechoso dado su amor sincero por conservación de la naturaleza.
A diferencia del animal, la dignidad del ser humano no se da en razón de su especie sino en razón de su trascendencia. A diferencia del animal, el ser humano no es pura materia, sino que tiene una dimensión espiritual, y eso le hace completamente distinto, de suerte que media un abismo entre el mono más espabilado y un anciano con alzheimer.
Pero, desde el historiador israelí Yubal Harari y su exitoso libro –Sapiens, de animales a dioses– queda muy científico y muy “in” negar esa trascendencia, reduciendo la pulsión espiritual del hombre a pura biología, como si la creencia en el más allá le hubiera brotado al hombre de las cavernas como al pez las agallas, fruto de un proceso evolutivo. Quedará muy moderno -y venderá muchos ejemplares y lo pasearán de charla TED en charla TED- pero Harari no ha inventado la pólvora. Es el viejo materialismo, tan viejo como Spinoza o Feuerbach. Pertenece a una tradición de autores que niegan cualquier realidad trascendental en el ser humano: la moral, por ejemplo, es un acuerdo o convención al que hemos llegado para no despedazarnos unos a otros; y Dios y la religiosidad no son sino añagazas de nuestro fértil ingenio para conjurar el miedo a la muerte y dar una explicación literaria al escándalo del mal y del dolor.
Así, Einstein decía que “la palabra Dios, para mí, no es más que la expresión y el producto de las debilidades humanas, y la Biblia una colección de leyendas dignas pero primitivas que son bastante infantiles”. Y Harari abunda en ello sosteniendo que todo eso es producto de la imaginación humana: «no hay dioses en el universo, no hay naciones, no hay dinero, ni derechos humanos, ni leyes, ni justicia fuera de la imaginación común de los seres humanos». Y esa imaginación, el tamaño del cerebro, la revolución cognitiva hizo -según Harari- que “un simio insignificante” se hiciera “el amo del planeta”.
Harari recurre al azar, el comodín de quienes se hacen trampas en el solitario, para negar a un Dios creador
En su esfuerzo por negar la trascendencia, la existencia de un Creador, o un Dios que se revela, Harari llega a decir que hubo mutaciones genéticas accidentales en el cerebro de los sapiens, lo que permitió que llegaran a comunicarse a través del lenguaje. De acuerdo, profesor Harari, pero ¿es usted capaz de tirar de ese hilo y llegar al ovillo, a la causa? ¿Por qué esas mutaciones se dieron en el ADN de los sapiens y no en el de los neanderthales, o en el de los chimpances?. Respuesta de Harari: fue algo totalmente aleatorio. O sea, el viejo azar, el comodín de quienes se hacen trampas al solitario.
Como el profesor Harari comprenderá, un simple proceso de mutación, una explicación mecanicista de por qué un simio insignificante se hizo el rey de la creación, no da respuesta a todas las preguntas. Y recurrir al azar suena a truco literario. Para vender bestsellers.
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