Desde el desplome del socialismo real en la Europa del Este y la constatación universal de los horrores que había dejado el totalitarismo marxista, la forma de atacar a la Iglesia ha cambiado notablemente. Tras el telón de acero sencillamente se perseguía a muerte a los cristianos. En algunos sitios se toleraba mínimamente la práctica religiosa siempre que se hiciera privadamente y dentro de una sumisión y docilidad totales al régimen.
Con el derrumbe de la Unión Soviética, las distintas iglesias recuperan su libertad, pero no desaparece la persecución, que pasa de ser física a ideológica y que reviste una forma sumamente inteligente. Consiste en ir difundiendo la especie de que en realidad existen dos iglesias: una buena y una mala. Esta estrategia responde al clásico adagio latino de “divide y vencerás”. Una estrategia que cala con facilidad en el pueblo fiel.
La Iglesia “mala” es la de los dogmas absolutos, la del poder vaticano, la de la Curia, la conservadora, la inmovilista, la de las riquezas… una iglesia que amenaza con el infierno y que es acusada de homófoba, antiabortista, connivente con la pederastia, corrupta y que usa una moral caduca para dominar las almas de sus fieles.
La Iglesia “buena” es la callejera, la comprometida políticamente con los pobres, la revolucionaria, la que no está preocupada por la moral sexual, los dogmas o la bioética, la que es libre litúrgicamente y valora escasamente la obediencia religiosa.
Este esquema ideológico bipolar funciona bastante bien porque aparentemente no va contra la fe ni la religión, sino contra los presuntos pervertidores de las mismas. Y es el esquema de la película Los dos Papas, nominada al Globo de Oro a la mejor película. El personaje de Benedicto XVI encarna la Iglesia mala y el cardenal Bergoglio la buena. Y la película triunfa por sus dosis de buenismo, su exaltación de la tolerancia y porque parece muy humana y tierna.
Este esquema bipolar ignora la verdad fundamental de la Iglesia, y es que su esencia es la unidad. Una unidad fascinante en la que florece una pluralidad deslumbrante, variopinta y riquísima, que nace de la misma fe en el mismo Cristo y bajo la misma guía. Dicho de otra forma, la unidad y la diversidad de la Iglesia nace del mismo Cristo que es al que se quiere atacar de forma enmascarada y nunca explícita.
Es la “Cristofobia” de la que hablaba el judío Joseph Weiler. En cualquier caso, el hecho es que la unidad integradora a la que aspira el ser humano desde el comienzo de los tiempos sólo encuentra en la historia una realidad que encarna ese añorado ideal, y es precisamente la Iglesia católica. Y ese será siempre el signo indestructible de la presencia de lo divino en el fatigoso camino de los hombres.
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