La foto muestra una entrañable escena navideña, un grupo familiar de quince personas sonriéndole a la cámara en torno a los restos de una copiosa comida. Cualquiera podría ignorarla o esbozar una sonrisa viéndola, ya saben, alegría de estas fiestas, celebración familiar, nada especial pero sí agradable.
Y cuando digo “nadie”, quiero decir “nadie normal”. Porque la foto en cuestión la he visto en la red social Twitter, en la cuenta de un tal Rob Gill, que según su telegráfica biografía se dedica al “humor”, y que acompaña la foto con este texto: “Si alguien conoce los nombres de la gente de esta foto y dónde trabajan, por favor, háganmelo saber. Estoy seguro de que no querrán seguir teniendo a negacionistas del COVID19 en nómina”.
Traten de imaginar qué abismos de mezquindad y retorcimiento debe de haber en el alma de alguien que ve esa foto, tan alegre y trivial, y lo primero que se le ocurre es arruinar la vida de esos extraños que celebran la Navidad. Bienvenidos al Siglo XXI, esa época maravillosa en la que tu vecino o un perfecto extraño pueden dejarte sin medios de vida por no llevar mascarilla en una foto dentro de tu propia casa.
Y, sí, funciona. La cantidad de gente que ha perdido su empleo o su cargo, amigos u oportunidades, famosa y anónima, por una actitud que se aparte un micrón del rígido código de lo políticamente correcto es ya como la de las estrellas del cielo o las arenas del mar.
Es el caso de Mimi Groves. A sus 18 años, Mimi, campeona de animadoras de su estado, vio cumplido su viejo sueño de ser admitida en la Universidad de Tennessee en Knoxville y en su equipo de animadoras. Pero el sueño duró poco: la universidad, al cabo de pocos días, revocó su oferta: Groves no sería admitida en Knoxville, y ahora es incluso posible que ninguna otra se atreva a tenerla en sus aulas.
¿La razón? Cuando tenía 15 años y asistía al instituto de su ciudad natal de Leesburg, en Virginia, Groves envió un vídeo de tres segundos a sus amigos, colgado en su cuenta de Snapchat, en el que aparecía conduciendo mientras decía: “¡Sé conducir, niggers!”.
Es un poco difícil para quienes conserven un módico de cordura explicar este epíteto, que si estuviera escribiendo para un público anglo debería poner con asteriscos. En principio, se trata de un término derogatorio para dirigirse a los afroamericanos, y hasta ahí puede entenderse la ofensa. Solo que prácticamente nadie lo usa en ese sentido. Los negros lo usan de continuo para llamarse unos a otros e incluso para referirse a terceros con independencia de su raza. Es tan ubicuo en las letras de las canciones de rap -muy populares entre adolescentes blancos- que lo usan también deficientes en melanina como apelativo ‘malote’. Algo similar sucede con ‘bitches’ (perras) que, aunque no muy halagador, ha roto incluso las barreras de género y no es raro encontrar varones llamándose ‘bitches’ unos a otros.
En Internet, todo es eterno, la red nunca olvida, y en nuestra enloquecida era de feroz totalitarismo políticamente correcto, cualquiera con el corazón lo bastante podrido puede arruinar la vida de cualquiera
Por lo demás, Groves se lo mandaba a sus amigos, que entendían el mensaje y que no se ofendieron en lo mínimo. Pero sucedió que la brevísima y estúpida grabación de la quinceañera cayó en manos de un compañero de clase, Jimmy Galligan, de padre blanco y madre negra.
¿Y qué hizo Galligan? ¿Se lo reprochó a Groves? ¿La denunció a las autoridades de la escuela? No. Lo guardó. Durante tres largos años. Para soltarlo cuando más daño podía hacer.
No estaba castigando a una ‘racista’, ni siquiera a una odiosa derechista. Cuando el delincuente habitual George Floyd murió tras ser brutalmente detenido por un policía blanco, Groves escribió en su cuenta de Instagram animando vehementemente a sus seguidores a “protestar, donar, firmar una petición, manifestarse, hace algo” en apoyo del violento grupo racial de matriz marxista Black Lives Matter.
Da igual. En Internet, todo es eterno, la red nunca olvida, y en nuestra enloquecida era de feroz totalitarismo políticamente correcto, cualquiera con el corazón lo bastante podrido puede arruinar la vida de cualquiera por una estúpida palabra de moda pronunciada en un vídeo de treinta segundos con quince años.
Galligan no se arrepiente, al contrario: piensa que ha “enseñado una lección” a su ex compañera de clase. Y estoy seguro de que así ha sido, igual que debería ser una lección para todos nosotros aprender que el Gran Hermano no es ya una institución estatal que nos vigila, sino una miriada de gente, imposible de abarcar, que puede utilizar la expresión más tonta vertida en la red a cualquier edad y en cualquier condición para destruirte la vida.
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