Imagen referencial / Pixabay.
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Mientras padecemos una nueva campaña de acoso y de intoxicación propagandística para que paguemos más impuestos sin rechistar, podemos cuestionar dos de las mayores victorias del Estado sobre nuestros derechos y libertades.

La primera fue la visión progresista del Estado laico; y la segunda fue la idea de que la caridad es sospechosa, y de que los pobres salen adelante gracias al Estado, es decir, gracias a la lúgubre coerción política y legislativa, justo lo contrario de lo que nos pidió San Pablo: “Cada cual dé según el dictamen de su corazón, no de mala gana ni forzado, pues: Dios ama al que da con alegría” (II Cor 9,7).

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Lo cierto fue, en efecto, que el Estado laico, supuesto paradigma del progreso, fue el facilitador de un espectacular crecimiento del poder político a expensas de los derechos de la gente. Muchos liberales aplaudieron el retroceso político y social de la religión, porque pensaron equivocadamente que la Iglesia era un obstáculo para la libertad, cuando en verdad era un baluarte de la misma, porque constituía una protección para las mujeres y los hombres, al ser un contrapoder frente al Estado.

desde el colegio hasta el matrimonio, las incursiones del Estado sobre las instituciones sociales fueron calificadas de progresistas, cuando fueron paradigmas de la reacción

Desaparecido dicho baluarte, el Estado se expandió como nunca. También hubo voces erradas dentro de la Iglesia, que pensaron y piensan que el Estado no era un rival sino un socio, y todavía hoy defienden la falsa solución de una Iglesia sostenida por el poder en vez de “con alegría” por sus fieles. No se dan cuenta de que si hay algo parecido al abrazo del Estado es el abrazo del oso.

El propio Estado era muy consciente de que la Iglesia amparaba a las mujeres y los hombres libres y por eso procuró no solo arrinconarla sino también sustituirla. De ahí el énfasis en expulsarla del crucial ámbito educativo. Cuanto más enemigo de la libertad sea un político, más hostigará a la educación religiosa: lo estamos viendo ahora mismo, con el ataque incesante de la izquierda contra la enseñanza concertada, pasando olímpicamente por encima del hecho incontestable de que es una enseñanza apoyada por el pueblo. Así, desde el colegio hasta el matrimonio, las incursiones del Estado sobre las instituciones sociales fueron calificadas de progresistas, cuando fueron paradigmas de la reacción.

Una de las muestras más diáfanas de este proceso usurpador es, precisamente, el cuidado de los desfavorecidos, porque el Estado quiso protagonizarlo como si ello representase la superación de una humillante y atrasada caridad, cuando no era más que el quebrantamiento de la libertad de la gente.

Esa libertad era básica en los preceptos éticos que el cristianismo siempre defendió a la hora de prescribirnos la caridad, que habríamos de practicar por amor a Dios y al prójimo. Mientras que el Estado moderno moraliza la política, revistiéndose de una legitimidad ética de la que carece, San Pablo nos pide generosidad, pero aclara: “No es una orden” (II Cor 8, 8).

Y también en la carta a Filemón: “Aunque tengo en Cristo bastante libertad para mandarte lo que conviene, prefiero más bien rogarte en nombre de la caridad” (Flm 8); “sin consultarte, no he querido hacer nada, para que esta buena acción tuya no fuera forzada sino voluntaria” (Flm 14).

Este elemento fundamental de la voluntariedad está en abierta contradicción con la política, basada en la coerción, y que por eso mismo procura ocultarla, difuminándose como la tinta del calamar en los tratos y contratos libres de la sociedad civil. Pero nunca se debe confundir a la Madre Teresa de Calcuta con la Agencia Tributaria.

Por supuesto que debemos ser generosos, pero disponer de lo ajeno no es virtud, sino robo: “El generoso será bendecido, por compartir su pan con el pobre” (Pr 22, 9). Su pan, no el pan del vecino.

Seamos solidarios libremente con lo que es nuestro. Esa es la clave de la sociedad de mujeres y hombres libres. Y, además, felices, porque “hay mayor felicidad en dar que en recibir” (Hch 20, 35). Intente aplicar usted este razonamiento cristiano a los impuestos y el gasto público, y comprobará que cuando el Estado pretende ser Iglesia, igual que cuando pretende ser ético o generoso, miente.

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