La eficacia de las vacunas contra el covid19, a examen.
La eficacia de las vacunas contra el covid19, a examen.

La Comisión Europea planea crear un certificado de covid que permita a los ciudadanos comunitarios vacunados, que hayan dado negativo en una prueba reciente de diagnóstico o que puedan proporcionar pruebas de que se han recuperado de la enfermedad moverse más o menos con libertad por los países de la Unión Europea, según un borrador filtrado al diario británico Financial Times.

La medida, de la que se lleva debatiendo ya algún tiempo, parece contradecir la advertiencia del Consejo de Europa, en el sentido de que ningún país puede obligar a sus ciudadanos a vacunarse ni tolerar que se ejerza discriminación alguna por el hecho de no estar inmunizado.

Algunas personas creen que La Sexta da información.

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Esto confirma una de mis viejas sospechas, a saber: en todo debate público a favor y en contra de una hipotética medida, siempre se acaba imponiendo la opción más lesiva con las libertades públicas.

Y esta otra: nuestra civilización está enferma de hipocondría terminal. Luego lo explico. Ahora, esta noticia: la presentadora de la televisión noruega Linn Wiik ha declarado que le «encantaría morir» de la vacuna de AstraZeneca contra el covid si su sacrificio sirviera para disipar los temores sobre la inoculación y ganar la guerra de la humanidad contra la pandemia. Cómo habría de tranquilizar al público sobre la vacuna el que se muriera después de administrársela y no lo contrario es un misterio que nos quedaremos sin conocer en esta ocasión. «Algunos debe sacrificarse en la guerra contra el coronavirus», escribió Wiik el lunes en una tribuna de opinión para la cadena noruega TV 2. «Así es como funcionan las cosas en todas las guerras. Esta vez, bien podría ser yo». La tribuna lleva el provocativo titular de «Me encantaría morir de la vacuna de AstraZeneca». Esto no es normal, ¿verdad?

«Ha bastado ese riesgo significativo, pero pequeño, para que renunciemos a nuestras libertades más elementales y aplaudamos a la ruina de nuestra economía y nuestras instituciones»

Esta ‘pandemia’ -lo entrecomillo porque el término es cualquier cosa sino variable y relativo- ha demostrado un montón de cosas, nos ha enseñado muchas cosas sobre nosotros mismos y nuestra sociedad. Pero una que me parece clave es hasta qué punto hemos conseguido apartar la enfermedad y la muerte de nuestra consciencia colectiva, cómo la cosa más común del mundo ha llegado a parecer un cataclismo meteórico.

No me entiendan mal: esta epidemia se ha llevado a mucha gente por delante y pasarla no es, en los casos más graves, ninguna broma. Me consta. Pero no es exactamente la Peste Negra. Su tasa de fatalidad es, afortunadamente, muy baja, y está abrumadoramente concentrada en una población específica que podría controlarse con relativa facilidad. Y, sin embargo, ha bastado ese riesgo significativo, pero pequeño, para que renunciemos a nuestras libertades más elementales y aplaudamos a la ruina de nuestra economía y nuestras instituciones, aceptando un remedio que tiene todas las trazas de acabar siendo mucho peor que la enfermedad.

estoy convencida de que nuestros antepasados se asombrarían de la obsesión por la sanidad de nuestros discursos públicos

Y, ya digo, se veía venir. La prueba de fuego de que alguien está verdaderamente sano es que no habla de salud. Cuando la salud domina en exceso el debate, estamos ante una sociedad enfermiza, aunque solo sea de hipocondría. Las que ya tenemos una edad hablamos entre nosotros a veces de la hipertensión o la úlcera, precisamente porque ya vamos teniendo achaques. Pero aún puedo recordar mi juventud, y les aseguro que mi interés en esos tiempos felices por mi salud estaba al nivel de mi interés por la filatelia.

Sí, claro, naturalmente: es una maravilla que la medicina avance y tener un buen sistema sanitario al que pueda acudir cualquiera. Pero también es imprescindible la policía o los juzgados de lo Penal, y sería un digno de estudio que, en una sociedad relativamente segura y en paz, esos estamentos dominaran el debate político.

Cualquier civilización previa a la nuestra ha tenido una medicina peor, y cualquier país fuera de nuestra burbujita occidental tiene una medicina peor. Pero estoy convencida de que nuestros antepasados se asombrarían de la obsesión por la sanidad de nuestros discursos públicos. Pensarían que, en nuestro tiempo, estar enfermo es la norma, y la salud es excepcional. Echen un vistazo a los grandes discursos de nuestra civilización, los que han levantado pasiones y electrizado sociedades, desde el Pro Corona de Demóstenes al ‘Sangre, sudor y lágrimas’ de Churchill, pasando por el discurso de Gettysburgh de Lincoln. Son apelaciones a lo más alto del ser humano, a la superación, al sacrificio, al ideal.

Mientras, nosotros, sanos como pocas civilizaciones, hablamos temblorosos a todas horas de nuestros achaques como un corrillo de octogenarios aprensivos.

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