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Cruda realidad / Mi hermano mellizo, dos años mayor

Cameron e Isabella son mellizos, fecundados in vitro y nacidos con dos años de diferencia.

Cameron e Isabella son mellizos, fecundados in vitro y nacidos con dos años de diferencia.

El fenómeno de los mellizos es muy minoritario, pero no excepcional. En cambio, que dos hermanos mellizos se lleven dos años entre sí no solo es excepcional, sino también resultado de un panorama de ciencia-ficción, utópico para algunos y absolutamente terrorífico para otros, entre los que me encuentro.

Estamos hablando de Cameron e Isabella, dos hermanos mellizos que nacieron, respectivamente, en 2018 y 2020. Son, claro, producto de la fecundación in vitro. Sus padres, Karen y James Marks, no conseguían tener hijos, así que se sometieron a un tratamiento que produjo cinco embriones viables. Karen se embarazó con uno de ellos y, a los nueve meses, nació el pequeño Cameron.

Dos años después, la pareja decidió darle a Cameron un hermanito o hermanita, e implantaron a Karen otro de esos cinco embriones, naciendo así Isabella. Los dos, concebidos a la vez en idéntico ‘lote’, son, pues, mellizos, aunque nacieran con dos años de diferencia.

La noticia se cuenta en el diario británico Metro con la acostumbrada sentimentalidad que ha hecho a nuestra época la más vulnerable a la propaganda, y visto todo el curioso caso desde la mera foto familiar parece, en efecto, dibujar una cálida historia familiar. «Estamos encantados de tener un niño y una niña, aunque cualquier bebé sano hubiera sido maravilloso para nosotros”, dice Karen en el diario. “Algunos días pienso que después de todos los años de intentarlo debo estar soñando. Cameron la adora absolutamente. Es un hermano mayor súper orgulloso y siempre está pidiendo abrazos». Y comieron perdices y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Para quien no hay perdices ni final feliz es para los tres hermanos de Cameron e Isabella -que podrían haber sido perfectamente Isabella, Cameron o ambos- que, por lo que sabemos, siguen congelados en desarrollo suspendido en algún frío repositorio hasta su probable destrucción sin ceremonia, y sin llegar a tener nombre o conocer a esa familia que no tiene hueco para ellos.

A lo largo de las últimas décadas hemos oído muchas historias curiosas de este cariz, como la de esa competición descerebrada para ver cuál es la madre más anciana con este procedimiento, las jóvenes que congelan sus óvulos como si fueran lomos de merluza para poder ‘realizarse’ profesionalmente sin el estorbo que suponen los hijos y poder tenerlos cuando ya hayan dejado de producir óvulos de forma natural, los niños que nacen muchos años después de morir uno o ambos de sus progenitores, los vientres de alquiler o las madres que sirven como gestantes de sus propios nietos.

Todos estos casos y muchos más por el estilo se presentan al público habitualmente envueltos en una indigesta capa de melaza sentimental hecha de padres sonrientes y satisfechos y niños sanos y alegres. Y bien podría ser así en muchos casos, incluso en la abrumadora mayoría. Pero las implicaciones de todo esto para quien vaya solo un poco más allá y piense en lugar de limitarse a sentir (y de la forma más epidérmica imaginable) son terroríficas. Recuerda a ese mundo que insinúa el presidente del Foro Económico Mundial, Klaus Schwab, cuando explica babeando de satisfacción el mundo que nos preparan nuestras élites después del inminente Gran Reinicio.

Por resumirlo en su mínima expresión, significa que el ser humano se ha convertido en una mercancia. Un niño es algo que se encarga a una agencia externa a la familia como se puede encargar un videojuego o una cómoda por Amazon. Es un producto encargado, pagado y entregado. Y, en algún caso al menos, rechazado.

Se ha invertido la fórmula tradicional. Originalmente, la idea de la adopción partía de la base de que un niño tiene derecho a unos padres, a criarse en una familia. Hoy son los padres los que tienen ‘derecho’ a un hijo que, si no se puede o no se quiere obtener por el método natural, se encarga. Los padres -actuales o en potencia- acaban desarrollando una mentalidad de cliente, mientras que el niño se convierte en el artículo que apetecen.

Sigan el silogismo lógico. Si el niño es una mercancía, el ser humano -todos hemos sido niños- es una mercancía, cuyo valor dependerá de su utilidad, de su capacidad de satisfacer el capricho del ‘cliente’.

Por eso podemos ver a personajes públicos como Bill Gates o muchos otros hablando de todos los que sobran en el planeta como si hablaran de mala hierba; el ‘exceso’ de población, en el que jamás se sienten incluidos quienes lo denuncian.

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