Imagen referencial / Pixabay
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Decreta Sánchez que las reuniones navideñas se limiten a seis personas, y aclara en redes sociales que ese número no está elegido al azar ni es baladí, sino que emana de los inexcrutables designios de la Ciencia, de la que nuestro presidente es humilde devoto. Juntad a seis y todo será alegría y regocijo, salud y seguridad; pero añadid a un séptimo y la muerte será vuestro fatal invitado invisible, como en una oscura maldición de los Cárpatos. El Séptimo Hombre se llevará el virus como regalo navideño, perpetuando así el mal.

¿He dicho seis? Bueno, sí, dijo seis, y dijo que era la Ciencia, que le susurra al oído en las noches insomnes de La Moncloa. Pero resulta que sus socios catalanes habían decidido para su principado que el Número Cabalístico era diez, así que Sánchez volvió a consultar los augurios y, ah, sí, es diez, diez y ni uno más. La Ciencia ha vuelto a hablar.

Algunas personas creen que La Sexta da información.

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Todo esto sería muy divertido de glosar si no estuvieran jugando con nuestras vidas, libertades, tradiciones y dineros.

Pero, eh, la Ciencia, ¿es que no confías en la Ciencia, terraplanista? Esa misma pregunta es una falacia, y miren que es difícil hacer falaz una interrogación. Porque en la ciencia no se ‘confía’, la ciencia se impone cuando es verdadera ciencia porque es, en horrible neologismo que espero no tener que usar, ‘falsable’, es decir, cualquier puede comprobar su fiabilidad.

Afirmar que “la Ciencia dice” esto o lo otro es, simplemente, un abuso de la sinécdoque. La Ciencia no habla, ni recomienda. Hablan y recomiendan científicos concretos y, créanme, no todos opinan lo mismo

De hecho, la ciencia hubiera muerto en embrión si todo el mundo hubiera ‘confiado en la ciencia’ del modo que se nos pide ahora, es decir, no cuestionando sus resultados. Los mismos que llevan medio milenio acusando a la Iglesia de anticientífica por el Caso Galileo se ponen ahora de parte de los acusadores de Galileo, que lo que hizo fue, precisamente, oponerse al consenso científico de la época, el Modelo Ptolomaico. Pocos saben que aquel fue un conflicto entre ‘el consenso científico’ y el osado disidente en el que el primero utilizó a los clérigos, el poder de aquella época, para acallarle.

La ciencia solo avanza cuestionándose continuamente, poniendo en duda las conclusiones de la generación anterior, de las últimas teorías asentadas. Cuando Pasteur desarrolló la teoría germinal de las enfermedades infecciosas, el presidente de la Academia de Ciencias francesa se opuso con tal fanatismo que incluso se negó a mirar por un microscopio la innegable existencia de microbios. La Ciencia había hablado y no había más que decir.

Y esto nos lleva a un segundo aspecto de todo este vodevil, mucho más importante que el anterior. Y es que ‘ciencia’ es una palabra que se usa con dos significados muy diferentes, y explotando descaradamente el equívoco. Por un lado, ‘ciencia’ describe un conocimiento de las realidades físicas que se obtiene mediante un método concreto, que se ha comprobado extraordinariamente fiable.

Pero, por otro, por ‘ciencia’ se entiende también, y sobre todo, el estamento científico, es decir, gente concreta. Y aquí está el problema y la trampa.

Afirmar que “la Ciencia dice” esto o lo otro es, simplemente, un abuso de la sinécdoque. La Ciencia no habla, ni recomienda. Hablan y recomiendan científicos concretos y, créanme, no todos opinan lo mismo porque lo que se llama ‘ciencia asentada’ es mucho menor de lo que la gente cree.

Y el estamento científico, los más reputados cultivadores de este conocimiento, no son un augusto colegio de angelicales augures, sino que está sujeto a todos los defectos y tentaciones de este tipo de grupos: gremialismo, afán de poder y medro, resistencia a revisar sus teorías, banderías, ideologización. Sumen a esto los mil males que componen la herencia de la carne: ganas de figurar, miedo a quedar excluido, necesidad de comer varias veces al día, ambición, celos.

¿Y quién, en definitiva, decide qué es Ciencia, cuáles de todos estos profesionales merecen el incuestionado acatamiento de una población teóricamente libre? El Poder, naturalmente. El Poder político selecciona a aquellos cuyas teorías coinciden con los intereses del poderoso, con sus planes preconcebidos; y el poder económico decide quién recibe financiación y quién no; quién publica en revistas de prestigio y quién es arrojado a las tinieblas exteriores de la herejía científica.

Se hace un flaco favor a la Ciencia teniendo ‘fe’ en la Ciencia, porque el modo en que la Ciencia se desarrolla es, precisamente, cuestionándola. Por eso se dice que la Ciencia avanza funeral a funeral, porque hay que esperar a veces que los defensores de una teoría ‘asentada’ mueran para que pueda ponerse en duda y llegar a nuevos consensos.

Hoy la ideología lo ha invadido absolutamente todo, lo que hace difícil creer absolutamente nada.

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