
Recientemente les hablaba del Manifiesto antihumano, que abogaba por el exterminio de la raza humana para salvar a la Tierra y defendía como “humanos” los derechos de cuadrúpedos, aves y reptiles. Pues bien, en el otro extremo, el sueño de la razón -o mejor del racionalismo- ha producido otro monstruo, no menos tentador para científicos y académicos: el transhumanismo y su secuela el poshumanismo.
Estas otras corrientes no proponen la extinción sino todo lo contrario: que el ser humano, no el que conocemos, sino un nuevo ser humano perfeccionado por la genética y la cibernética, pueda derribar las fronteras de la muerte y el envejecimiento y permanezca, más chulo que un ocho, bello e inmortal.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraSe trataría -dicen sus promotores- de un salto evolutivo de la especie humana, mediante tecnologías que eliminan el lastre de las ataduras biológicas: dolor, enfermedades, vejez, e incorporan a la natural la inteligencia artificial.
Suena a película de científicos locos, pero -como pasaba con el generismo o el animalismo- ya hay teóricos, como el ingeniero Raymond Kurzweil o el filósofo Nick Bostrom, que lo postulan y argumentan; ya existe un Manifiesto transhumanista; y ello ha generado un debate antropológico y ético -a favor y en contra-, en el que han participado pensadores como Jürgen Habermas, Peter Sloterdijk o Michael Sandel.
El objetivo puede parecer utópico -y probablemente lo sea-, pero también parecía irrealizable enmendar la plana al Génesis (“Varón y mujer los creó”) y redefinir la naturaleza humana, haciendo que el hombre sea mujer y viceversa (o que lo parezca), y sin embargo…
De hecho, la medicina ha logrado vencer parcialmente a la muerte, con la reducción de enfermedades que se llevaban a la tumba a millones de personas. Y, de alguna manera, ¿no es una inmortalidad de andar por casa el aumento de la esperanza de vida? El horizonte que la eugenesia, la inteligencia artificial o la biotecnología permiten avizorar han debido tentar a la soberbia de investigadores -y a la codicia de corporaciones e inversores- para explorar alternativas transhumanistas.
¿Antídoto? Una sabiduría a ras de suelo, como la del filósofo francés Gustave Thibon (1903-2001), cuyas reflexiones sobre la inmortalidad en su obra de teatro Seréis como dioses (1953) vienen ahora más a cuento que nunca. Thibon no es inmortal -aunque rozó los cien años- ni lo pretendía, pero dejó una obra que le sobrevivirá mucho tiempo, y que por su perspicacia antropológica y su sencillez expositiva le convierte en un pensador universal.
De origen campesino, autodidacta, este Sócrates provenzal, se dedicó a dos cosas: observar la naturaleza humana, y a hacerse preguntas. El resultado es una obra que da respuestas a numerosos interrogantes del ser humano, pero señaladamente, el amor y el sentido de la vida. Ahí están sus libros: Nuestra mirada ciega ante la luz, La crisis moderna del amor o El equilibrio o la armonía.
Imaginemos un mundo futuro en el que los hombres sean plenamente inmortales. Incluso los fallecidos en accidente ‘reviven‘
Como le pasa a Chesterton, Thibon es a man for all seasons… aunque haya llovido mucho desde que publicara sus libros. Seréis como dioses, por ejemplo.
El texto de la obra, traducida al castellano por Pablo Cervera y publicada por la editorial Didaskalós, plantea lo siguiente: Imaginemos un mundo futuro en el que los hombres sean plenamente inmortales. Incluso los fallecidos en accidente reviven. Se han librado del terrible estigma que pesaba desde siempre. Han ganado la inmortalidad, sí; pero han perdido la eternidad. No existe el tránsito a otra vida, si no que se quedan en esta para siempre. ¿Nos gustaría?
Parece obvio que no. Y así lo refleja la literatura, como señala Juan Manuel de Prada en el prólogo de Seréis como dioses. En Los viajes de Gulliver, “el burlón Swift imagina unos inmortales convertidos en lastimosas piltrafas, decrépitos y con locura senil, que han sido declarados incapaces y no pueden disfrutar de sus bienes. Y Borges, en su relato El inmortal, imagina a un hombre al que la sucesión de los días acaba consumiendo de tedio”.
Al margen de la imposible sostenibilidad económica, vivir para siempre, sería mortalmente aburrido. Lo reconocen algunos transhumanistas: mejor morirse, porque una vida interminable no hay quien la aguante. En esto son tan pocos consecuentes como los defensores del antinatalismo y el exterminio, que no se aplican a sí mismos su apología del suicidio, porque dicen “ya que estoy en este mundo, intento ser útil”.
En la obra, mezcla de ciencia-ficción y diálogo filosófico, late la disyuntiva: ¿qué es preferible, vivir para siempre sin Transcendencia, o aceptar ésta pasando por el dolor y la muerte? Como en el Mundo feliz de Huxley, también en Seréis como dioses, la protagonista, Amanda, se revela ante un vida analgésica y fácil. En este caso frente a la inmortalidad sin eternidad, e intuye que la vida del ser humano tiene un propósito y que ha nacido para el amor.
Pretender el paraíso en la Tierra -el viejo mantra del marxismo cultural- es negar la trascendencia y condenar al hombre al sinsentido. De la sociedad sin clases o la sociedad sin sexos, vamos a pasar -con el transhumanismo- a la sociedad sin dolor y sin muerte.
Los sueños o quimeras poshumanistas son propias de una civilización envejecida que aspira a hacer un pacto con el Mefistófeles tecnológico
Los sueños o quimeras poshumanistas son propias de una civilización envejecida y gerontocrática, que aspira a hacer un pacto con el Mefistófeles tecnológico, para retener la juventud. Pero también es típica de una civilización que no cree en la transcendencia: si en el más allá no hay nada, no tiene sentido la muerte. Y si la nueva especie humana, el homo tecnologicus, se libra de servidumbres biológicas y vence a la muerte, es decir, si ya somos como dioses, ¿para qué necesitamos a Dios?
En otro de sus libros, El equilibrio y la armonía, se pregunta Thibon “¿acaso es la existencia temporal el bien supremo? ¿Es un objeto digno de nuestra esperanza la pretensión de prolongar la vida el mayor tiempo posible? (…) Esta mentalidad esconde una extraña sobreeestimación -por no decir una idolatría- de la vida terrestre”.
Amanda intuye que el bien supremo no es la existencia terrena sino una cuarta dimensión que está fuera del mundo material, de la pura biología, del mero bienestar. Aunque esa cuarta dimensión, que está fuera del tiempo, suponga lanzarse al vacío. Señala el autor que sólo se puede amar plenamente cuando abrimos nuestro amor a «abismos prohibidos» por la ciencia; cuando nos despojamos de las seguridades que la ciencia nos brinda, para entregarnos al misterio de «un amor que lo contiene todo, que lo sumerge todo: la vida, el pensamiento, la alegría, el dolor». Y concluye: «Hace falta que el amor sea infinito para que pueda ser eterno».
Es preciso leer a Gustave Thibon, como al recientemente desaparecido George Steiner, los autores del sentido común, reductos de sabiduría en una jungla de filósofos sobornados por la mentira o científicos seducido por la cultura de la muerte.
Seréis como dioses es un buen antídoto contra quienes venden el Edén transhumanista en la Tierra sin saber que, como decía Simone Weill -y se recoge al comienzo del libro-, “el infierno es creerse en el paraíso por error”.