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Hay algo peor que las pandemias: no saber interpretarlas

Imagen referencial /Pixabay

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Me pregunto si los habitantes del antiguo Egipto llegaron alguna vez a sospechar que las plagas que se cernían sobre su pueblo eran la consecuencia del mal actuar de su faraón contra los israelitas. Porque seguramente haya una cosa que sea peor que el sufrir: sufrir sin saber el porqué y sin ningún tipo de sentido.

Y, tal vez, ese sea el mayor drama de nuestra era: en ese mundo de algodón y tonos pastel que nos hemos creado, cuando de pronto irrumpe el dolor con su cruda fiereza –porque siempre, antes o después, el dolor llega-, nos quedamos paralizados, ateridos, sin capacidad de reacción, confundidos ante el absurdo y el sinsentido.

En cierto modo, es lo que uno se encuentra ante esta plaga mundial del coronavirus: ¿cómo es posible que, con nuestro avance científico, nuestro bienestar, nuestra seguridad y comodidad, haya aparecido de pronto un maldito bicho que nos ha dado la vuelta a la vida como a un calcetín?

Decía C. S. Lewis que “el sufrimiento es el altavoz que usa Dios ante un mundo sordo”. ¿No será que estamos en un planeta de sordos, de ensimismados, de individualistas que se miran su propio ombligo, y la única forma de sacarnos de nuestro mortal letargo es con el dolor y la incertidumbre?

Sé que esto que escribo chocará con la imagen almibarada, blanda y buenista que muchos se han hecho de un Dios-colega que se parece a un abuelo bobalicón que le ríe todas las gracias a sus nietos. Pero es que quizás deban empezar por ahí: por descubrir al Dios del Evangelio, al real, y no a una caricatura simplista de Él.

El sufrimiento y el dolor, cuando llaman a la puerta de nuestras vidas, no preguntan, no consultan, no piden permiso para entrar. Sencillamente, entran

Porque, tal vez, las pandemias como el Covid-19 sirvan para recordarnos lo más esencial: que estamos de paso en esta vida; que “no sabemos ni el día ni la hora” (Mt 25, 13) en que abandonaremos este mundo; que existen el Juicio, el Premio y el Castigo, y que estamos en esta Tierra con una misión, con un propósito, con un sentido y con un sueño de Dios para nosotros, y que la vida consiste, precisamente, en descubrirlo, abrazarlo y vivir de acuerdo a él.

«Bienvenidas las crisis, si ellas sirven para llevarse a los mediocres», he leído en algún lugar. Es probable que ésta no sea una forma democrática de hablar, pero es que seguramente la propia realidad de las cosas no sea democrática. El sufrimiento y el dolor, cuando llaman a la puerta de nuestras vidas, no preguntan, no consultan, no piden permiso para entrar. Sencillamente, entran; a empellones a veces, destrozando todos los cerrojos: se saltan nuestros consensos, desoyen nuestras opiniones, no tienen en cuenta nuestras consideraciones, ignoran nuestras sensibilidades, nuestros planes y proyectos. Da igual lo que consideremos que nos va bien o mal en cada momento; si algo tiene que ocurrir, sencillamente, ocurrirá.

Tal vez, ante una plaga como la del Covid, deberíamos volver a estos principios básicos, a los novísimos, y preguntarnos en qué debe cambiar nuestra vida. Porque nuestra vida debe cambiar. Y no, no la del vecino, sino la mía. Nos es muy fácil mirar a los otros y exigirles que cambien pero yo no mover un solo dedo para modificar algo de mi vida. Y, así, seguimos sordos a lo que Dios nos está queriendo decir.

¿Cambiaron los egipcios tras el paso de las plagas? Y no, no solo me refiero al faraón, que ya sabemos que no, sino a todos y cada uno de los egipcios. ¡Ojalá nosotros sí escuchemos hoy la voz del Señor y no endurezcamos el corazón! (Salmo 94).

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