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Las leyes eutanásicas habrían empujado a George Bailey al río

James Stewart interpreta a George Bailey en 'Qué bello es vivir' de Frank Capra.

James Stewart interpreta a George Bailey en 'Qué bello es vivir' de Frank Capra.

George Bailey, el personaje interpretado por James Stewart en Qué bello es vivir, de Frank Capra, quiere quitarse de en medio porque está en la ruina y ha conducido a otros a ella, y -se podría decir- que padece un sufrimiento insoportable. Todo le empuja a la muerte -vale “más muerto que vivo”, como le espeta el despiadado magnate Potter-. 

Pero George Bailey desiste de su propósito suicida porque el ángel Clarence le hace ver, a través de un sueño, que su vida -y toda vida- es un bien para otros. Le muestra el cúmulo de desgracias que habrían ocurrido si él no hubiera venido al mundo, o de sucesos felices que no habrían llegado a producirse si él no hubiera nacido. 

Capra expone con la elocuencia de las imágenes que la vida de cada uno no es un verso suelto, que sus actos no son indiferentes, sino que tienen consecuencias, y que la vida es relación. La existencia de George Bailey está concatenada con la de los demás y ese es precisamente su sentido. 

Con las leyes de eutanasia la vida -toda vida- no se considera un bien para otros

Sin embargo, en el planteamiento de las normas eutanásicas la decisión de quitarse la vida es individualista y concierne únicamente al interesado. Y la vida no se considera un bien para otros, o no siempre, o hay vidas que no se consideran un bien… lo que nos lleva a un planteamiento inquietantemente totalitario. Porque, en este caso, ¿quién expide los carnés de vidas válidas e inválidas, quién es nadie para decidir sobre las vidas dignas e indignas? 

Como explica el teólogo español José Granados en una interesante reflexión a raíz del proyecto de ley, la eutanasia interpela a toda la sociedad entera, no es asunto solo del candidato sino también  de los médicos, de la familia, de los conciudadanos, que se sitúan ante ese hombre que quiere concluir sus días. 

Porque la pregunta que cabe hacerse -señala- no es “¿tengo derecho a quitarme la vida cuando la considero insoportable?” sino esta otra “¿Qué hacer cuando alguien nos mira a los ojos y nos dice: ‘la vida se me ha hecho insoportable, ayúdame a acabar con ella’?” 

Y ante esa pregunta, caben dos respuestas.

La primera -común en la cultura de Occidente- es: “Imagino cuánto debes sufrir para querer acabar con tu vida y me duele que no veas sentido a continuar viviendo”. Y puedo testimoniar que “tu vida no es inservible, que tu presencia es un bien para mí y para la sociedad”, por esa razón no puedo ayudarte en tu propósito; y solo quiero saber “¿cómo puedo paliar tu dolor, cómo puedo atenderte, para que en mi cuidado percibas un amor que haga valiosos tus días?”

La segunda respuesta -la de la legislación proeutanasia- es esta otra: “Sí, tienes razón, veo cómo estás y confirmo tu juicio, ya no merece la pena que sigas viviendo. Lo mejor es ayudarte a poner fin a tus días, pues no son buenos para ti y tampoco para la sociedad. Y una pregunta me mueve a obrar: ¿cómo puedo ayudarte a terminar con tu vida, de forma que este paso cueste (a ti y a la sociedad) lo menos posible?”

La falsa solución de la eutanasia tiene dos efectos negativos, sigue diciendo José Granados: 

El primero es que al mirar a los ojos del vecino con quien nos cruzamos por la calle ya no diremos: “he aquí alguien que afirmará mi vida como un bien, pase lo que pase”, sino: “he aquí alguien que, en determinadas circunstancias, podrá confirmar que mi vida no es digna ni es bueno continuarla, y ayudará a ponerle fin. Hay en esto una radical herida a la esperanza que nos mantiene unidos. La ley de la eutanasia es una bandera blanca presentada por la sociedad para aceptar el rendimiento de la vida humana ante los peligros, internos y externos, que quieren desmentir su bondad”.

Hay un segundo efecto negativo: La ley no solo abre nuevas posibilidades a quienes quieren interrumpir su vida sino que impone una carga cruel sobre quienes desean vivir a pesar de todo: la de sentirse culpables de no solicitar su muerte.

La eutanasia se opone al corazón de la Navidad subraya José Granados

¡Qué bello es vivir! acaba con un milagro inesperado que salva a George Bailey de la ruina, pero él ya ha cambiado de actitud antes de que se produzca. Quiere vivir aunque suponga ir a la cárcel. Está dispuesto a asumir el lote entero de la vida, con su mezcla de felicidad y sufrimiento. El verdadero milagro se ha producido en el puente desde el que se iba a tirar. 

Ha comprendido, gracias al sueño del ángel, que toda vida es un bien para otros, aunque esa vida nos parezca dolorosa o inútil. Lo pueden confirmar no en la ficción cinematográfica sino en la vida real, los que cuidan a enfermos graves, crónicos, en coma, o tetrapléjicos. Lo puede atestiguar el hijo que atiende a su padre con alzheimer, con el que ni siquiera se puede comunicar; o la madre con su recién nacido, el ser menos útil que quepa imaginar. Y sin embargo todos ellos perciben que esas vidas tiene un propósito y un sentido, y que representan un bien. 

No parece casual que el telón de fondo de ¡Qué bello es vivir! sea la Navidad, la celebración de un nacimiento, del Nacimiento, de que siempre, a pesar de todo, es mejor haber nacido. La eutanasia -y la cultura de la muerte se opone “al corazón de la Navidad”, subraya José Granados pero, a la vez, “celebrar la Navidad nos devuelve la esperanza de que estas leyes injustas no prevalecerán”. 

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