¿Un mundo sin ninos? Con la apenas nula tasa de natalidad de Occidente y con el aborto considerado como un derecho parecería que en un futuro no muy lejano esto se podría dar. Pero a día de hoy ya existen lugares en los que no hay ninos, y en el que se precian además de que no haya.
Se trata de un pequeño pueblo de Escocia que es vendido como idílico y como el sueño dorado para todos aquellos que buscan paz y tranquilidad. Y para ello, se prohíbe la presencia de los ninos y se exige que la edad mínima para vivir en él sean 45 años. En su blog, Pepe Álvarez de las Asturias describe esta supuesta idílica localidad, que realmente tiene grandes carencias pues nunca tendrá la felicidad, la sonrisa y la vitalidad que traen los ninos. Por su interés reproducimos el artículo íntegro:
Firhall es un pequeño pueblo residencial a orillas del río Nairn, en la espectacular y escarpada costa de Moray Firth, al nordeste de Escocia. Firhall podría ser un pueblo más de las Tierras Altas, con sus verdes infinitos, sus paseos junto al río, sus campos de golf, sus barcos de recreo, sus casitas acogedoras con jardines perfectos… un pueblo como cualquier otro, con una diferencia: en Firhall no existen los ninos.
En Firhall, como en el relato de Poe, reina el silencio. No hay gritos ni risas ni berrinches; no se escuchan los molestos sonidos de las bicicletas ni el bullicio de un partido de fútbol; no hay monopatines correteando por las calles ni llantos de bebé; ni el alboroto insufrible de los columpios o la comba, rompiendo el apacible silencio del parque al atardecer. No, en Firhall no hay ruidos ni molestias ni bullicio. En Firhall todo es calma y quietud. En el pueblo sin ninos a orillas del río Nairn, sólo se escucha el silencio.
Firhall nació hace ocho años, cuando un avispado promotor vendió la idea de una suerte de paraíso en el que los escoceses pudieran envejecer con tranquilidad, en un lugar donde sólo se respirara paz, sosiego y el aire fresco de los fiordos. Un verdadero paraíso para jubilados. Claro que lo más chocante es que el mínimo de edad se estableciera en 45 años, que es una edad, cuando menos, temprana para envejecer.
“No somos un pueblo de ogros –aseguran-, no odiamos a los ninos”. Les permiten recibir las visitas de nietos algunos fines de semana; siempre que el bullicio no perturbe el sosiego de tan desestresado edén.
“No somos un pueblo de ogros –aseguran-, no odiamos a los ninos”. Y en efecto, les permiten recibir las visitas de nietos y sobrinos algunos fines de semana; siempre que el bullicio de los pequeños salvajes no perturbe el sosiego de tan desestresado edén. Cierto es que, para concederse alguna alegría, o compañía, lo que sí les permiten tener es perro (uno por hogar, eso sí), aunque no especifican las reglas si están prohibidos los ladridos, las peleas y las deposiciones inconvenientes.
Lo que ganan los firhallenses con esta peculiar normativa no es poco: calles limpias, ausencia total de molestias, partidos de golf sin interrupciones, seguridad y comodidad, jardines sin pisadas, noches silenciosas. Lo que pierden, sin embargo, es más: alegría, carcajadas, felicidad, compañía, magia… vida. Decía Mario Puzo que la única riqueza en este mundo son los ninos, más que todo el dinero y el poder; y el autor de El Padrino sabía mucho de dinero, de poder… y de familia. Y así lo han visto no pocos de los residentes de Firhall, que han decidido vender sus silenciosas propiedades y retirarse a otros lugares donde sus nietos puedan quedarse todo el tiempo que quieran, corretear por los parques, jugar, gritar, reírse, saltar e incluso dejar sus pisadas en el jardín.
Leyendo esta noticia sobre el pueblo escocés, y aprovechando que hace poco revisité la inmortal obra de J. M. Barrie, (también escocés, de Kirriemuir, a unas millas al sur de Firhall), no puedo evitar pensar en su Peter Pan y el País de Nunca Jamás, que en realidad no es sino un reflejo inverso del pueblo sin ninos. Esto es, un país de ninos sin adultos, un paraíso a medida que se rige por reglas propias, sin interferencias de los mayores, donde la magia y la risa reinan en perfecta armonía (“¿Sabes, Wendy?, cuando el primer nino rió por primera vez, su risa se rompió en miles de pedazos que se fueron dando saltos, y así fue como aparecieron las hadas”).
Pero incluso en ese mundo mágico, alegre y eternamente infantil, que queda allá por la segunda estrella a la derecha y todo recto hasta el amanecer, los ninos acaban sintiendo nostalgia de sus familias, añoran su hogar, a sus padres, a sus madres. Porque los necesitan. Para crecer, aunque no quieran; para aprender a amar. Como los padres (y los abuelos) necesitan a los ninos, su risa, su alegría, su alboroto, su amor, su anarquía. Su ruido. Porque, aunque a veces no lo quieran recordar, ellos también fueron ninos.
Y uno, que ha superado con creces los 45 otoños mínimos para instalarse en Firhall, cuando mira a sus hijos (dieciséis, catorce y diez años), especialmente si andan gritando a coro y a pleno pulmón, hay momentos en los que no puede evitar pensar en ese paraíso, y en sus casitas de jardines perfectos, y en sus parques inmaculados y en sus paseos por el río Nairn y en su tranquila seguridad y en su silencio, bendito silencio, y… ¿Y qué quieren que les diga? Que me quedo con el bendito ruido del País de Nunca Jamás.
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